Amor En La Niebla De Whitechapel

Cicatrices Bajo El Sol De Invierno

El jardín de la mansión Fairchild, cubierto por una capa de escarcha que brillaba como diamantes bajo el sol pálido de enero, respiraba una paz engañosa. Las rosas marchitas, podadas con precisión quirúrgica, se aferraban a sus tallos como cicatrices que el tiempo no lograba borrar.

En el centro de ese paisaje invernal, un hombre de espalda ancha y manos callosas trabajaba la tierra. Su nombre era Thomas, el nuevo jardinero. Pero bajo el sol, en la quietud del día, nadie notaba que sus ojos grises, fríos como el acero, se alzaban cada tanto hacia la ventana del segundo piso, donde Elias pasaba sus horas leyendo o dibujando con manos aún temblorosas.

La cura en las manos de la luz

Dentro de la mansión, Elias se dejaba envolver por los rituales de sanación que su madre había tejido como un escudo. Cada mañana, después del desayuno , el té de manzanilla y pan recién horneado, el doctor Hartwell llegaba con su maletín de cuero gastado. Examinaba las heridas visibles e invisibles de Elias: los moretones en sus muñecas ya eran sombras desvanecidas, pero el miedo a los espacios cerrados seguía acechando en su respiración entrecortada.

—El cuerpo sana más rápido que el alma —murmuraba el doctor, mientras Elias retiraba la mirada de la ventana— Pero no se apresure, joven Fairchild. El tiempo es un aliado, no un enemigo.

Su madre, Lady Eleanor, transformaba cada palabra del médico en acción. Llenaba las habitaciones con música: piezas de Chopin que fluían desde el piano de cola, notas que alguna vez Lucien había tocado para Elias. Ahora, era Eleanor quien las interpretaba, como si cada acorde pudiera suturar las grietas de su hijo.

—¿Recuerdas cuando te enseñé a bailar aquí mismo? —preguntó una tarde, mientras sus dedos danzaban sobre las teclas. Elias, sentado en el sofá de terciopelo azul, esbozó una sonrisa trémula. Recordaba. Tenía siete años, y su madre lo levantaba en brazos para girarlo hasta que ambos caían riendo sobre la alfombra.

—Sí —susurró Elias, abrazando un cojín contra el pecho— Pero ahora… no creo poder bailar jamás.

Eleanor detuvo la música y se acercó a él. Le tomó la cara entre las manos, como si sostuviera una porcelana fina.

—Bailarás de nuevo —prometió— Cuando estés listo.

El amor como bálsamo

Lucien llegaba al atardecer, cuando las sombras se alargaban como dedos hambrientos. Traía consigo pequeños tesoros: un libro de poesía de Keats, ramitas de lavanda para su almohada, historias de viajes a París que inventaba para hacerlo soñar.

—Hoy soñé que volábamos sobre el Sena —dijo Lucien una noche, mientras arropaba a Elias con una manta de lana— Tú eras un pájaro de plumas doradas, y yo… bueno, yo intentaba no caerme de tu lomo.

Elias rió, un sonido frágil pero genuino que iluminó la habitación. Lucien se sentó a su lado, y sin prisa, entrelazó sus dedos con los de él. El contacto era suave, un puente entre el pasado y el presente.

—¿Por qué sigues aquí? —preguntó Elias, su voz quebrada por la culpa— Podrías tener una vida lejos de… de todo esto.

Lucien inclinó la frente contra la de él, sus alientos mezclándose.
—Porque cada vez que te veo sonreír, el mundo deja de estar roto —susurró— Eres mi vida ahora, Elias. Y la protegeré hasta que mi último latido.

El jardín de las miradas

Mientras tanto, en el jardín, Thomas cavaba hoyos para los bulbos de tulipán que florecerían en primavera. Su trabajo era impecable: cada planta, cada surco, obedecía a una geometría perfecta. Pero su mente no estaba en la tierra. Estaba en la ventana del segundo piso, en la silueta de Elias recortada contra la luz del atardecer.

—Hermoso… —murmuró para sí mismo, limpiando el sudor de la frente con un pañuelo manchado de tierra. Recordaba cómo Elias solía correr entre esos mismos jardines, riendo, con los brazos abiertos como si el mundo entero fuera suyo. Ahora, el chico que amaba que siempre amaría estaba tras un cristal, frágil como una crisálida.

Pero Thomas no era paciente. Las noches se le hacían eternas sin el susurro de la sangre en sus oídos, sin el poder de la hoja en su mano. Jack anhelaba salir, respirar. Pero esperaría. Porque Elias valía la espera.

La sospecha que florece

Una tarde, mientras Lucien le leía en voz alta un soneto, Elias se inclinó hacia la ventana. Algo había captado su atención: el jardinero, Thomas, estaba podando los rosales, pero su mirada no estaba en las espinas. Estaba clavada en él.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Elias, sintiendo un escalofrío.

Lucien siguió su mirada.

—El nuevo jardinero. Tu madre lo contrató hace dos semanas. ¿Por qué lo preguntas?

Elias se mordió el labio. Había algo en la forma en que Thomas se enderezaba, en cómo sus hombros se tensaban al notar que era observado… algo familiar.

—No importa —murmuró, apartando la vista— Solo me recordó a alguien.

Entre el amor y el abismo

Esa noche, mientras la luna se ocultaba tras las nubes, Thomas se paró bajo el balcón de Elias. Sacó de su bolsillo una rosa blanca, robada del invernadero, y la dejó caer sobre la nieve recién caída. Luego, desapareció en las sombras, sus pasos silenciosos como los de un gato.

Dentro de la mansión, Elias dormía por primera vez sin pesadillas, abrazado al libro de poesía que Lucien le había regalado. En sus sueños, volaban sobre París, libres.

Pero en el jardín, la rosa blanca brillaba bajo la luna, un mensaje cifrado entre el amor que sanaba y el amor que devoraba.

Y en alguna parte, Jack el Destripador sonreía. La espera estaba llegando a su fin.




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