El sol de la tarde, pálido y débil, no alcanzaba a disipar el frío que aún colgaba en el aire. La mansión Fairchild, inmensa y silenciosa, se erguía como un templo a los recuerdos y los secretos, con sus pasillos llenos de ecos que se deslizaban por las paredes, como susurros de un pasado que se negaba a morir.
Elias, aún atrapado en la pesadilla de la noche anterior, caminaba por la casa sin rumbo fijo. Cada paso que daba, cada crujido del suelo bajo sus pies, parecía arrastrarlo hacia algo que no podía ver, pero sí sentir: una presencia, una sombra. Algo o alguien que lo observaba.
—Elias… —la voz de Lucien lo alcanzó al final del corredor. La mirada de Lucien, serena pero cargada de una tensión palpable, lo detuvo en seco—. Necesito que me escuches.
El joven se giró, como si despertara de un sueño profundo, y lo miró, sus ojos azules llenos de incertidumbre.
—No quiero que esto te afecte más de lo que ya lo ha hecho —continuó Lucien, acercándose a él—. Pero debemos hablar sobre Jack.
El nombre le quemaba la lengua, como si fuera una maldición que atravesaba cada fibra de su ser. Elias asintió, pero sus palabras se enredaron en su garganta.
—No entiendo… ¿por qué ahora? ¿Por qué Jack?
Lucien no respondió de inmediato. Se acercó a la ventana que daba al jardín, sus ojos siguiendo el sendero de las rosas blancas que aún seguían allí, creciendo con fuerza, desafiando el paso del tiempo.
—Porque si realmente fue él, Elias, entonces el peligro no ha hecho más que comenzar. Y no sé cuánto tiempo más podremos escondernos de él.
El corazón de Elias dio un vuelco. La imagen de Thomas, el jardinero que había sido su primer amor, se confundió con la figura de Jack. Ambos, diferentes, pero la misma sombra al final del túnel. La misma obsesión que lo perseguía desde el momento en que los recuerdos empezaron a desvanecerse, y el miedo comenzó a tomar forma.
—¿Qué harás? —preguntó Lucien, quebrando el silencio.
Elias dio un paso atrás, sintiendo cómo las paredes de la mansión parecían acercarse, cómo el aire se volvía denso y cargado de algo que no quería reconocer.
—Tendremos que enfrentarlo. Ya no podemos seguir huyendo.
Al decir estas palabras, una presión invisible se apoderó de su pecho. A lo lejos, una ráfaga de viento golpeó los cristales de la mansión, como un presagio, un anuncio de lo que estaba por venir.
El jardín, aquel mismo jardín donde las rosas blancas seguían creciendo bajo la atenta mirada de Thomas, se convirtió en el escenario de lo que parecía una inevitable confrontación.
—Vamos al jardín —dijo Lucien, tomando la mano de Elias con firmeza—. Ahí es donde todo comenzará, donde las sombras dejarán de ser invisibles.
El aire se volvió pesado cuando salieron al exterior. La luz se desvanecía lentamente, sumiendo el mundo en una penumbra que solo el rojo de las rosas blancas parecía desafiar. Elias observó con los ojos entrecerrados, como si buscara algo entre los rosales, una señal, un movimiento que delatara la presencia de quien lo acechaba.
Y entonces lo vio.
En el centro del jardín, Thomas estaba allí, inmóvil, mirando hacia ellos. En sus manos, una rosa blanca, ahora manchada de algo oscuro. Su sonrisa, aquella misma que Elias había conocido en su niñez, se estiró lentamente, como una mueca macabra.
—Elias… —susurró Thomas, su voz grave y cálida al mismo tiempo—. Volviste. Pensé que ya no lo harías. Pensé que huirías de mí para siempre.
Pero Elias no retrocedió. No podía. La sombra que lo había perseguido durante años estaba frente a él, y el miedo solo lo empujaba a desafiarla, a enfrentarse a lo que había estado oculto en su pasado.
—No soy el mismo de antes —respondió, su voz llena de determinación.
Thomas soltó la rosa y avanzó hacia ellos, su figura alargada y sombría en la luz débil del crepúsculo.
—Lo sé. Ahora eres mío, Elias. Siempre lo serás. No importa cuántas veces intentes escapar. Las raíces que planté en ti no se desvanecerán.
Lucien se adelantó, su mirada feroz y protectora.
—No te lo llevas, Thomas. No esta vez.
El jardinero se detuvo, observando a Lucien con una mezcla de desprecio y sorpresa.
—¿Y tú quién eres para detenerme? —preguntó con una risa fría—. ¿Un simple espectro que se atreve a desafiar el pasado?
Las palabras flotaron en el aire como dagas, y el viento comenzó a soplar con más fuerza, arrastrando las hojas secas y las sombras que danzaban alrededor de ellos. Elias sintió que el jardín, ese jardín que alguna vez fue un refugio, ahora se convertía en una prisión.
—Soy el final de tu historia —dijo Lucien, mientras una luz nacía en sus ojos, una luz tan brillante y ardiente que parecía desafiar la oscuridad misma.
Thomas dio un paso atrás, su rostro retorciéndose en una mueca de ira.
—No pueden escapar de lo que son. El pasado es un ciclo que siempre regresa, Elias. Y yo siempre regresé.
Pero Elias no retrocedió. Su mirada se fijó en Thomas, despojándolo de todo lo que representaba: una sombra que ya no tenía poder sobre él.
—No. Este es el final, Thomas. El final de tus sombras.
El viento dejó de soplar. La mansión Fairchild, que había sido testigo de tantas tragedias, se sumió en un silencio mortal. Solo el crujido de las raíces en el jardín rompió la quietud, como un eco lejano de lo que estaba por venir.
La batalla entre la luz y la sombra comenzaba. Y la primavera, por fin, dejaría de ser un sueño de renacimiento para convertirse en una realidad sangrienta.