El jardín comenzaba a florecer con una paciencia cruel. Bajo la tímida caricia de la primavera, las rosas blancas se abrían una a una, perfumando el aire con su aroma suave y engañoso. Desde la ventana de su habitación, Elias las contemplaba como si fueran espectros. Había algo en su color… en su pureza… que lo perturbaba profundamente.
Apretó las manos contra el alféizar. El vidrio frío no era suficiente para apagar el temblor que le nacía en el pecho. No era un miedo cualquiera. Era ese temor antiguo que le rozaba la piel por las noches, el que había aprendido a conocer bajo los reflectores del club nocturno.
Ese lugar seguía latiendo dentro de él, como una segunda piel podrida que no terminaba de arrancarse.
Aunque las paredes de la mansión Fairchild eran altas y sólidas, aunque Lucien lo envolvía cada noche con palabras dulces y miradas protectoras, el recuerdo persistía. Las luces cálidas del escenario, los aplausos fingidos, el tacto invisible de esos ojos sobre su cuerpo medio desnudo. Hombres que pagaban por mirarlo, por desearlo, por prometerle con sonrisas viscosas que lo harían suyo.
Y entre todos, uno. Siempre él. El hombre de los ojos grises y sonrisa quieta. El que jamás hablaba, pero siempre estaba allí, en la penumbra del palco privado, con una rosa blanca en la mano. Elias apretó los dientes, sintiendo cómo el pecho se le oprimía. Ya no estaba allí. Ya no era ese niño prisionero en un cuerpo exhibido. Lucien lo había rescatado. Su madre lo había abrazado al volver. Estaba a salvo. ¿No?
Un crujido lo sobresaltó. Volvió la mirada al jardín. Thomas. El jardinero trabajaba entre los rosales, con sus movimientos lentos y meticulosos. Su sombrero de paja ocultaba el rostro, pero Elias sintió el ardor de una mirada dirigida hacia él. No podía ver sus ojos. Pero los sentía.
Frunció el ceño. Una extraña presión le nacía en la nuca cada vez que ese hombre estaba cerca. Desde que llegó en invierno, había algo…
Algo que no encajaba. Thomas era educado, silencioso, servicial. Pero había momentos, fugaces, donde su rostro parecía vibrar con una emoción malsana. Una vez, al pasar junto a él, Elias juraría haber oído un murmullo escapándose de sus labios.
—Ángel caído…
Se estremeció. No, no podía ser. Ese nombre solo lo había escuchado en una voz: la de aquel cliente del club. Pero él había desaparecido. Lucien lo aseguró. Lucien…
Lucien.
Elias cerró los ojos con fuerza. Solo con él se sentía real. Cuando lo abrazaba, cuando le hablaba, cuando lo escuchaba sin juzgar sus silencios. Pero… últimamente algo estaba mal. No con Lucien, sino con él. No podía dormir.
No podía respirar bien. El jardín, las flores… lo asfixiaban.
—Elias.
La voz de su madre lo sacó del trance. Se giró lentamente. Lady Eleanor lo observaba con una taza de té entre las manos y una expresión suave, pero preocupada.
—Bajaremos a cenar en una hora. Lucien preguntó por ti.
Elias asintió.
—Gracias, madre.
Ella le sonrió, pero no se movió.
—¿Estás bien, hijo?
Él bajó la mirada. ¿Qué podía decirle? ¿Que los ojos del jardinero le recordaban al infierno? ¿Que creía ver al pasado enterrado en cada sombra?
—Solo… solo estoy cansado.
Lady Eleanor dudó un instante antes de acercarse a besarle la frente.
—No estás solo, Elias. Ya no más.
Pero al irse, Elias sintió que la promesa se deshacía en el aire.
Esa noche, no durmió.
El sueño no vino. Solo una ansiedad punzante, como si alguien respirara sobre su cuello. Se levantó de la cama, descalzo, y caminó por el pasillo. La mansión estaba en silencio.
Al pasar junto a una de las ventanas del segundo piso, se detuvo. Las rosas blancas… otra vez. Pero esta vez, no eran las del jardín.
Había una sobre el alféizar, colocada con delicadeza. Y junto a ella, una espina… tan afilada como una daga. Elias retrocedió de golpe. Su cuerpo chocó contra la pared. Su corazón latía con fuerza descontrolada. No podía ser. Nadie sabía. Nadie podía saber…
Y sin embargo…
Del otro lado del jardín, entre los árboles, una silueta se deslizó con la lentitud de una sombra viva. No distinguió el rostro. Pero lo supo.
Jack estaba allí.
Más cerca de lo que jamás había imaginado.Elias sintió que el aire le faltaba. Las paredes se cerraban. El pasado lo envolvía otra vez.Volvía a estar en el club. Volvía a estar semidesnudo. Volvía a ser deseado por alguien que no sabía amar. Se tapó los oídos. Quería gritar. Quería despertar.
—Elias.
Lucien. Su voz lo encontró como una cuerda salvadora. Elias se giró, con los ojos desbordados, y corrió a sus brazos. Se aferró a él con desesperación.
—Está aquí —sollozó—. Está aquí otra vez…
Lucien no preguntó quién. No dudó. Solo lo abrazó con fuerza, cubriéndolo como un escudo.
—No dejaré que te toque —susurró— Ni en sueños.
Elias temblaba. Pero en el jardín, entre las rosas blancas, alguien sonreía. Y en sus manos, una foto vieja de Elias desnudo en el escenario temblaba bajo la brisa nocturna.
Jack no solo había vuelto. Nunca se había ido.