El sol asomó con timidez entre las montañas, iluminando de a poco los tejados remendados y los caminos de tierra húmeda. Santa Esperanza parecía respirar de nuevo, aunque lo hacía con un dolor silencioso, como quien aún no supera una pérdida, pero se ve obligado a seguir caminando. Las aves, que habían desaparecido durante los días de caos, regresaban poco a poco a sus nidos entre las ramas torcidas de los árboles. El aire olía a madera recién cortada, cemento fresco y esperanza. Y entre todo eso, dos personas seguían intentando entenderse sin siquiera comprenderse a sí mismos.
Sofía amaneció antes que todos. Dormía poco desde el terremoto. No por falta de sueño, sino porque su mente no podía descansar sabiendo que había tanto por hacer. Se colocó una chaqueta raída, recogió su cabello con rapidez y bajó las escaleras de la casa comunal, donde se alojaban varios voluntarios. En la cocina improvisada, preparó una cafetera de metal que crepitaba sobre una estufa portátil. Mientras servía las primeras tazas, pensaba en la reunión de esa tarde, en los planos por revisar, y, sin poder evitarlo, en Alejandro.
Lo había observado en silencio la noche anterior, mientras él revisaba los informes de suelo sentado junto a una lámpara a kerosene. Su rostro permanecía sereno, concentrado, como si todo alrededor no le afectara. Pero Sofía sabía que algo había cambiado. Desde aquel día en que la lluvia los empapó por completo, y por primera vez se rieron juntos, había notado que Alejandro a veces la buscaba con la mirada. Que sus silencios eran menos fríos. Que sus gestos, aunque sutiles, eran más humanos. Había algo en su forma de escucharla ahora, un tipo de atención que no podía fingirse. Y eso, aunque no quisiera admitirlo, le provocaba una mezcla extraña de inquietud, curiosidad y deseo.
—¿Pensando en alguien? —preguntó Clara, entrando descalza a la cocina con el bebé en brazos.
Sofía fingió sorpresa, aunque la sonrisa la delataba.
—En cómo reorganizar las cuadrillas de trabajo —respondió, ocultando su rostro tras el humo del café.
—Claro —rió Clara, sacudiendo la cabeza—. Las cuadrillas con nombre y apellido, ¿no?
Sofía le lanzó una mirada que era mitad reproche, mitad carcajada contenida. El bebé balbuceó algo, y ambas rieron. Luego, sin necesidad de palabras, se repartieron el trabajo matutino. El aroma del café comenzó a llenar la sala como una caricia temprana, atrayendo a los primeros voluntarios somnolientos.
A la misma hora, Alejandro se encontraba inspeccionando los terrenos cercanos al río, donde pensaban construir unas viviendas temporales para las familias que aún no tenían techo. Caminaba junto a Ricardo, que tomaba notas en una libreta mojada por el rocío.
—Necesitamos colocar los pilotes más lejos del cauce —comentó Alejandro, señalando una zona más elevada—. Si vuelve a llover fuerte, este sector va a quedar aislado.
—¿Y eso implica mover todo el plan? —preguntó Ricardo, sin ocultar el fastidio.
—Sí. Pero prefiero retrasarnos que construir sobre tierra inestable.
Ricardo suspiró, pero asintió. Había aprendido a confiar en el juicio de Alejandro. Pese a su carácter parco, el arquitecto nunca tomaba una decisión sin fundamentos sólidos. No era alguien que hablara por hablar. Cada palabra suya tenía peso, cada sugerencia un porqué. En medio de la devastación, su presencia generaba una seguridad que pocos podían ofrecer.
—¿Y cómo va la diplomacia con Sofía? —preguntó de pronto, con una sonrisa ladeada.
Alejandro se detuvo, clavando la mirada en el horizonte. Tardó en responder.
—Ella ve cosas que yo no. Y a veces... tiene razón.
—Mira tú —rió Ricardo—. ¿Te estás ablandando?
Alejandro no respondió, pero en su boca se formó una leve curva, casi imperceptible. El viento le agitó el cabello, y por un instante, se permitió imaginar cómo sería tomar un café con ella, sin planos de por medio. Sin palabras medidas. Sin tierra temblando bajo sus pies.
La plaza central era ahora el punto de encuentro de todo el pueblo. A media mañana, Sofía organizaba a un grupo de adolescentes para pintar los bancos públicos. Cada pincelada iba acompañada de risas, de historias, de sueños compartidos entre brochazos. Era su manera de sanar: convertir el arte en puente. Alejandro se acercó con un plano en la mano, algo titubeante.
—Necesito tu opinión —dijo, sin preámbulos.
—¿Mi opinión? —preguntó Sofía, levantando una ceja—. Vaya, eso sí que es nuevo.
—Estoy aprendiendo —contestó él, extendiéndole el plano—. Rediseñé los accesos al centro comunitario para que sean más abiertos. Más... humanos.
Sofía desplegó el plano en una mesa improvisada. Observó los trazos, las líneas suaves que no estaban antes. Miró a Alejandro.
—Esto no es solo estructura. Esto es... empatía.
—Digamos que es influencia tuya —dijo él, sin mirarla directamente.
—Entonces lo estás haciendo bien.
El silencio entre ambos ya no era incómodo. Era uno de esos silencios que se construyen con la complicidad de quienes ya no necesitan explicarse. Se quedaron allí, un momento más, sin decir nada, viendo cómo los jóvenes pintaban corazones y árboles en las maderas rescatadas. Alejandro se sentó a su lado por primera vez, observando cómo un niño dibujaba una casa con un sol gigante encima.
—¿Crees que todo esto tenga sentido? —preguntó, más para sí mismo que para ella.
—Si le damos sentido, lo tendrá —respondió Sofía, sin apartar la vista del mural que empezaba a tomar forma.
Pero la jornada traería nuevos retos. Una vieja bodega que servía de almacén común presentaba grietas severas. El lugar almacenaba parte del alimento para el comedor comunitario. Si colapsaba, perderían víveres esenciales. Alejandro y Sofía fueron llamados al lugar de inmediato.
—La carga está mal distribuida —observó Alejandro, tras una rápida inspección—. Si redistribuimos peso y reforzamos la columna sur, podremos salvarlo.
Editado: 06.07.2025