La feria de libros usados estaba instalada en una plaza con faroles amarillentos, puestos improvisados y olor a papel viejo mezclado con churros. Amelia adoraba ese tipo de lugares. Caóticos, acogedores, llenos de historias esperando ser encontradas.
Leo llegó con una bufanda tejida y una sonrisa torcida.
—Te juro que no la elegí por estética. Es de mi abuela.
—Me parece adorable —dijo Amelia, y era cierto.
Caminaron entre los puestos, hojeando libros con tapas rajadas y autores olvidados. Leo era fácil. Hacía bromas, hablaba de música, se reía con ganas.
La conversación fluía como si se conocieran de toda la vida.
—Este me encanta —dijo ella, mostrándole una novela con un título larguísimo y pretencioso.
—¿Por la historia o por el tipo de letra en la portada?
—Ambas. Soy escritora, pero también tengo ojos.
Mientras tanto, a una distancia prudente, detrás de uno de los puestos laterales, alguien fingía interesarse en un libro sobre arquitectura nórdica.
No había ni una sola posibilidad de que Adrián Carrasco estuviera realmente interesado en arquitectura nórdica.
Pero ahí estaba.
Observándolos.
No con rabia. Ni con juicio. Sino con una especie de sorpresa herida. Como si hubiera subestimado lo que sentía… hasta que lo vio.
Amelia riendo. Leo inclinándose para hablarle más cerca. Un momento en que ella tocó su brazo casi sin darse cuenta.
Y ahí, Adrián sintió algo muy claro: celos.
No del tipo posesivo ni infantil. Celos del que se da cuenta tarde. Celos del que sabe que podría haber estado ahí… pero no lo estuvo.
Leo se giró un momento para buscar algo entre los libros, y Amelia quedó mirando hacia la calle. Por un instante, sus ojos pasaron justo por el lugar donde Adrián estaba.
Pero no lo vio.
Él se dio vuelta, rápido. Fingió mirar un mapa. Caminó hacia otra dirección.
No iba a interrumpir.
No iba a decir nada.
Pero esa noche, en su bandeja de entrada, Amelia encontró un nuevo correo.
De: Adrián C.
Asunto: Sin título
“Algunas escenas no necesitan palabras para ser narradas. Solo bastan los gestos, las ausencias… y lo que uno elige no decir.
A veces, lo más poderoso de una historia es el momento que el protagonista deja pasar.”
Ella lo leyó tres veces. Luego cerró la laptop.
Y no supo si quería seguir escribiendo… o volver a esa plaza solo para mirar hacia atrás, por si acaso él todavía estaba ahí.
Al día siguiente, Amelia llegó más temprano de lo normal. Necesitaba silencio, café y la sensación de control que solo le daban sus teclas golpeando a buen ritmo.
Pero apenas entró a la oficina, lo supo: él ya estaba ahí.
La puerta del despacho de Adrián estaba entornada, y desde su ángulo podía ver la silueta de él de espaldas, mirando por la ventana. Sin laptop, sin papeles. Solo quietud.
Amelia se instaló en su escritorio fingiendo que no lo había notado, pero con cada minuto, el recuerdo del correo de la noche anterior se le colaba por las rendijas del teclado.
"Lo más poderoso de una historia es el momento que el protagonista deja pasar."
¿Lo decía por ella? ¿Por él? ¿Por los dos?
Suspiró. Abrió su archivo. Empezó a escribir. Y sin pensarlo, describió una escena de feria. Una mujer que se ríe con alguien nuevo. Y una figura al fondo, que la observa desde la sombra.
No dice nada. No se acerca. Solo guarda el momento, como quien recoge una flor y la guarda entre páginas sin abrir.
—¿Eso es nuevo? —preguntó Clara, que acababa de llegar, leyendo sobre su hombro.
—Sí. Muy nuevo.
—¿Y ese personaje secundario sombrío pero misterioso?
—Inspiración momentánea.
Clara la miró con esa sonrisa que usaba cuando lo sabía todo pero no quería decirlo aún.
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A media mañana, Adrián salió finalmente de su despacho. Iba a paso firme, con una carpeta en la mano. Pasó por el escritorio de Amelia y, por primera vez en semanas, no dijo nada.
Nada.
Ni un "buenos días", ni un comentario editorial, ni una de sus observaciones en voz baja que solo ella parecía entender.
Solo caminó de largo.
Y eso, por alguna razón, dolió más que si hubiera dicho algo frío.
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Esa tarde, Amelia salió de la oficina con una sensación extraña en el pecho. Caminó sin rumbo, hasta que sus pies la llevaron a una pequeña librería donde solía perderse. Entró, se sentó en el rincón de lectura, y sacó su cuaderno.
Lo que más duele no es lo que uno escucha. Es lo que no se dice. Lo que se guarda. Lo que pesa en silencio.
Cerró el cuaderno.
Y entonces, su celular vibró. Un mensaje.
Leo:
“Hoy estás en modo tormenta. ¿Café en mi lugar para despejarte?”
Amelia dudó.
Y no respondió de inmediato.
Porque, aunque Leo era luz y simpleza… lo que ocupaba su mente ese día era todo lo contrario.
Y llevaba nombre y ojos oscuros que ya no la miraban.