Amelia miró el mensaje de Leo unos segundos más.
No era una invitación insistente. No había emojis ni doble texto. Solo una frase simple. Abierta. Tranquila.
"Hoy estás en modo tormenta. ¿Café en mi lugar para despejarte?"
Y, por alguna razón, eso fue justo lo que necesitaba. No una confesión, ni una mirada intensa. Solo alguien que ofreciera calma.
Le escribió de vuelta:
“Voy en 20.”
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Leo vivía en un departamento pequeño pero lleno de detalles: plantas que sobrevivían milagrosamente, ilustraciones en las paredes, tazas desparejas con mensajes irónicos. El lugar olía a café recién hecho y a vainilla.
—Bienvenida a mi santuario del caos funcional —dijo él, ofreciéndole una taza.
Ella sonrió.
—Me gusta. Tiene personalidad.
—Eso dicen de mí también. Aunque mi cactus sigue sin opinar.
Se sentaron en el sillón, con los pies descalzos y música bajita de fondo.
Hablaron de libros, de películas malas que amaban en secreto, de las cosas que uno calla para no romper nada.
—A veces tengo la sensación de que siempre estoy escribiendo la historia equivocada —confesó ella, mirando el borde de la taza.
Leo la miró con suavidad.
—¿Y si no es equivocada, sino incompleta?
Ella lo miró por un momento largo. Y por un segundo, casi sin pensarlo, él se acercó.
No fue brusco. No fue un movimiento de conquista. Fue una invitación muda.
Sincera.
Amelia dudó.
Muy cerca. Apenas unos centímetros.
Y en su mente, sin permiso, apareció la imagen de Adrián, de espaldas, mirando por la ventana. Silencioso. Inmóvil.
Inabordable.
Ella bajó la mirada.
Leo lo entendió. No dijo nada. Solo se alejó un poco y le tocó la mano con ternura.
—No pasa nada —dijo—. De verdad.
Y lo decía en serio. No había reproche. Solo comprensión.
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Esa noche, cuando volvió a casa, Amelia se sentó frente a su laptop. Abrió su novela. Agregó una línea nueva:
"El personaje miró hacia el abismo. Y esta vez, decidió no saltar. Solo sentarse al borde, con los pies colgando, y respirar."
Guardó el archivo.
Y no supo si eso era avanzar o simplemente no retroceder.
Clara había visto suficiente.
Amelia fingía que no pasaba nada. Leo seguía siendo encantador pero medido. Y Adrián... bueno, Adrián parecía más editor que nunca.
Con su traje inmaculado, su mirada clavada en los documentos, y su voz neutral cada vez que decía:
—Buen trabajo. Sigue así.
Pero Clara no era idiota.
Ni paciente.
Así que el viernes, al final del día, se paró frente a Amelia con una sonrisa que olía a plan retorcido.
—Mañana cena en mi casa. Noche temática: “Verdades incómodas y vino tinto.”
—¿Eso es un título o una advertencia?
—Ambas. Vas a venir. No acepto excusas.
Y trae a Leo.
—¿A Leo?
—Claro. Es tu amigo, ¿no? El diseñador guapo que te presta su cafetera emocional. Además, le debo un sticker.
Amelia dudó.
—No sé si es buena idea.
—¿Por qué? ¿Por Adrián? No te preocupes, él no va. Nunca viene.
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Error número uno: subestimar a Clara.
Error número dos: asumir que Adrián no escucha detrás de puertas entreabiertas.
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Sábado. 20:36 hs. Departamento de Clara.
Amelia llegó con Leo y una botella de vino blanco. Había música suave, luces bajas, comida deliciosa, y Clara con su cara de “todo va según lo planeado”.
Y justo cuando Amelia estaba empezando a relajarse, sonó el timbre.
Clara se giró, como quien ya sabía lo que venía.
—¿Puedes abrir, por favor?
Amelia caminó hacia la puerta, aún con el corcho en la mano. Y ahí estaba él.
Adrián.
Con una chaqueta que jamás había usado en la oficina, una botella de vino tinto en la mano y una expresión que mezclaba duda, decisión y algo muy parecido al desasosiego.
—¿Me equivoqué de noche temática? —preguntó, sin una pizca de ironía.
Amelia se quedó paralizada.
—Pensé que nunca venías a estas cosas.
—Pensé lo mismo. Pero alguien dejó un mensaje anónimo en mi escritorio. Decía:
"Tal vez ya dejaste pasar demasiadas escenas."
Desde la cocina, Clara levantó su copa y le guiñó un ojo a Amelia.
—¡Más vino! ¡Y que empiece el juego! —gritó como si estuviera presentando un programa de televisión.
Amelia entró, todavía con la puerta abierta detrás.
Leo, que ya estaba sirviendo copas, levantó una para Adrián.
—Bienvenido, jefe. Cuanto más, mejor, ¿no?
Y así, con todos en la misma sala, sentados alrededor de una mesa, con risas, juegos, y preguntas punzantes… empezó una noche que ninguno de ellos iba a olvidar.
Porque Clara, con su copa en alto, fue la primera en decirlo:
—Regla del juego: una ronda de "Yo nunca", versión emocional. Empiezo yo.
Yo nunca... me enamoré de alguien con quien no debía.
Y el silencio que siguió fue tan elocuente como un grito.