El lunes llegó con la lentitud cruel de quienes han vivido demasiadas emociones en un fin de semana. Amelia entró a la oficina con un café más grande de lo habitual y ojeras que ni el corrector disimulaba.
La noche en casa de Clara se sentía lejana y al mismo tiempo pegada a la piel. Como si aún llevara el eco de lo no dicho en la ropa.
Cuando cruzó la puerta, lo primero que vio fue el despacho de Adrián, con la puerta entreabierta.
Estaba ahí. Solo. Como casi siempre. Pero algo era distinto.
Amelia se dirigió a su escritorio, sin esperar que él dijera nada. Ya estaba acostumbrada a ese vaivén. Sin embargo, apenas dejó el bolso, una hoja doblada sobresalía entre sus papeles. No tenía nombre, pero estaba puesta ahí con intención.
La desplegó. Era una copia impresa de un fragmento de su novela. Una escena reciente, una que no había mostrado a nadie. La del personaje en la feria, la figura a la sombra.
Y al margen, subrayado en rojo, un comentario:
"Hay momentos que no se escriben, Amelia. Se viven. O se pierden."
Ella levantó la vista, atónita.
Y él, Adrián, estaba apoyado en el marco de la puerta de su oficina. Sin traje. Con camisa arremangada. Y una mirada distinta. No intensa, ni posesiva. Una mirada cansada de callar.
—¿Quién te dio este borrador? —preguntó ella, con el corazón latiendo rápido.
—Lo encontré en la impresora. Supuse que era tuyo. Podría haberlo ignorado. No lo hice.
Ella apretó la hoja entre los dedos.
—¿Y este comentario...?
—Es lo que pensé. Aunque probablemente no debería haberlo escrito.
Silencio.
Amelia dio un paso hacia él.
—No entiendo qué querés de mí, Adrián.
Él la miró. Por fin, de frente. Sin barreras.
—Tampoco lo tengo claro. Pero lo pienso más de lo que debería.
Y con eso, volvió a su despacho.
No cerró la puerta.
No dijo más.
Solo dejó la hoja impresa como una declaración a medias.
Y a Amelia… con mil signos de interrogación dándole vueltas en el pecho.
Después de leer esa nota —esa línea que no era del todo confesión ni del todo silencio— Amelia se dio cuenta de algo: no podía seguir esperando que las cosas se definieran solas.
Así que tomó una decisión.
Esa tarde, cuando Leo le escribió con una simple pregunta:
"¿Te pasás por casa? Hice galletas y no tengo a quién sobornar con ellas."
Ella contestó:
“En 30. Llevo té de jazmín.”
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El departamento de Leo olía a manteca y azúcar quemada. Lo recibió en joggers y con harina en la ceja. Era un cuadro completamente opuesto a la tensión constante que le generaba Adrián.
—No te rías —dijo él, al verla sonreír—. Esto es mi forma de procesar el caos. Hay gente que corre maratones. Yo horneo cuando estoy confundido.
Amelia dejó la bolsa con el té sobre la mesa.
—¿Y estás confundido?
Leo alzó una ceja.
—¿No estamos todos?
Se sentaron en el piso, con las galletas en un plato y las tazas humeantes en las manos. Amelia se sintió... tranquila. Sin interrogantes flotando. Sin tensión en los hombros. Solo una conversación compartida y el murmullo suave de una playlist de fondo.
—¿Puedo preguntarte algo sin que lo sobreanalices? —dijo él, con voz baja.
—Intentá.
—¿Qué hacés cuando alguien te hace sentir bien, pero tu cabeza sigue atrapada en otra historia?
Ella no respondió de inmediato.
Luego, sin mirarlo, contestó:
—Intento no huir de lo que sí está ahí. Aunque no tenga el brillo complicado de lo que deseo en secreto.
Leo la observó en silencio. Después le acercó otra galleta.
—Entonces, quedate un rato más. No vamos a resolver el mundo, pero... al menos podemos comer esto mientras se enfría.
Ella sonrió.
Y esa noche, no hubo besos, ni decisiones, ni escenas dramáticas. Solo dos personas que se elegían por un momento, aunque uno de ellos supiera que la historia aún tenía páginas en disputa.
**
Dos días después, Amelia volvió al departamento de Leo. Esta vez con una botella de vino y sin excusas.
—Hoy me toca sobornar a mí —dijo al entrar, sacando una caja con medialunas de la panadería francesa que él amaba pero que fingía evitar “por principios calóricos”.
Leo la miró como si ella hubiera llegado con entradas al cine, un abrazo largo y un día de sol todo junto.
—¿Querés que ponga la playlist de “atardecer emocional y tímido”? —bromeó.
—Solo si incluye música que no nos obligue a hablar de nuestros traumas.
La noche fue simple. Tan simple que dolía de lo bien que se sentía. Hablaban de todo y nada. Se reían de los personajes de una serie absurda. Amelia se tiró en el sillón con las piernas sobre las de él sin siquiera pensarlo.
Pero fue en uno de esos silencios suaves, cuando el reloj ya pasaba la medianoche, que algo cambió.
Leo la miró de costado, con una media sonrisa.
—¿Sabés qué pienso a veces?
—¿Que deberías abrir una pastelería emocional?
—Eso y... que vos te das todo a los que te hacen dudar. Y a los que estamos acá, firmes, nos das migas.
Amelia se quedó quieta.
Leo se encogió de hombros.
—No lo digo para que te sientas mal. Es solo... que a veces uno también quiere ser la página completa. No el margen.
Ella lo miró. Sin ironía. Sin barreras.
—¿Y qué pasa si ahora quiero leerte entero?
Él parpadeó.
—¿En serio?
—Sí. No sé si puedo prometer un final, pero... me gustaría escribir algunas escenas nuevas con vos.
Leo no respondió con palabras. Solo se acercó, despacio, como si estuviera entrando en una historia que había estado esperando mucho tiempo.
Y entonces, la besó.
Sin apuro. Sin expectativa. Solo un beso que sabía a calma y a cosas que pueden empezar sin prisa.
Amelia no pensó en Adrián. No pensó en nada, en realidad.
Solo se dejó estar.