Capítulo 1: Un eco en la nave
La vida de Elena, a sus catorce años, era una colección de rutinas y promesas silenciosas. Su calendario no estaba lleno de fiestas, sino de clases de refuerzo, reuniones de club y, cada sabado, la misa de las cinco de la tarde. Para ella, la iglesia era un lugar de paz, un refugio. Pero desde hace unos meses, también se había convertido en el único lugar donde podía verlo.
Él no pertenecía a su grupo. No era de su colegio, ni de sus círculos sociales. Simplemente aparecía cada semana, casi siempre solo, sentándose en una de las bancas del fondo. Su cabello oscuro, con rizos que caían ligeramente sobre su frente, y su mirada profunda lo hacían destacar en la monotonía de las caras familiares. Elena se había enamorado de una figura, de un misterio, de la idea de un chico dos años mayor que ella, de dieciséis, que existía en un mundo completamente diferente al suyo. Sabía su nombre, Leo, gracias a un susurro entre amigas. Y eso era todo.
Pero ese sabado todo cambió.
Al final de la misa, mientras todos se dispersaban, Elena se detuvo un momento en el pasillo principal. Se armó de valor, respiró hondo y, con el corazón latiendo desbocado, se giró para buscarlo. Lo vio a lo lejos, de pie junto a un pilar, con las manos en los bolsillos, observando a la gente. Sus miradas se encontraron por un segundo. La chispa que sintió fue tan real que tuvo que sostenerse de una banca para no tropezar.
Decidida a que no se le escapara, caminó hacia él. La distancia era corta, pero cada paso se sentía como una eternidad.
—Hola —dijo ella, con una voz más fuerte de lo que esperaba.
Leo levantó la vista y una sonrisa tímida, pero genuina, se formó en sus labios.
—Hola —respondió él, su voz era grave, como un eco de la iglesia.
Fue entonces cuando comenzaron a hablar. Intercambiaron los nombres de sus colegios, y la realidad de la distancia se hizo evidente. Uno al norte y el otro al sur, dos mundos completamente distintos. Hablaron de música, de películas, de sus clases favoritas. Y en cada respuesta, Elena se daba cuenta de que él era tan diferente de lo que esperaba como lo era su vida de la suya. No había nada en él que se pareciera a los chicos de su colegio. Era más profundo, más real, y eso la atrajo aún más.
Cuando la madre de Elena la llamó desde la entrada, su conversación se interrumpió de golpe. Intercambiaron sus usuarios de Instagram, la única forma de seguir conectados fuera de esas cuatro paredes.
Al salir de la iglesia, Elena miró su teléfono, sosteniendo el nombre de Leo en la pantalla. Ya no era un misterio, sino una persona de carne y hueso. Y el muro que los separaba ya no era invisible; era real y tangible, pero la esperanza de un posible puente acababa de ser construida..
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Editado: 22.09.2025