Capítulo 2: Un universo entre dos pantallas
Los sábados se convirtieron en un ritual sagrado, un breve momento de normalidad que marcaba el inicio de su verdadera conexión. Sin embargo, su mundo real no estaba hecho de misas ni de conversaciones casuales; se tejía en el silencio de la noche, a través del resplandor de sus pantallas. Era un universo privado, un refugio donde las expectativas y las reglas de sus vidas se desvanecían para dar paso a la vulnerabilidad.
Al principio, sus conversaciones eran como el tanteo en un laberinto. Él le enviaba fotos de los grafitis más imponentes de su barrio, lienzos urbanos que ella nunca vería en su vida. Ella, por su parte, le mostraba los intrincados bocetos de sus cuadernos, planos de edificios que soñaba con diseñar libremente, lejos de la carrera de administración que sus padres habían elegido para ella. Los mensajes de texto evolucionaron rápidamente a audios. La voz grave de Leo, con ese eco suave que ella ya conocía de la iglesia, se coló en su oído y la hizo sentir una extraña calma, incluso en medio del torbellino de su vida. Se quedaba despierta hasta las tres de la mañana solo para escuchar una anécdota de su día o un comentario sobre la música que compartían.
Pasó un mes. Luego, dos. El "hola" tímido del primer día se había transformado en un ritual diario, y los mensajes se volvieron el pulso que unía sus dos realidades. En ese tiempo, sus conversaciones abandonaron la superficie y se sumergieron en las profundidades de sus miedos y deseos.
Una noche, mientras Elena estaba sentada en su escritorio, agotada después de una clase extra de matemáticas, Leo le envió un mensaje. Le preguntó si estaba bien. Elena, sintiendo una confianza que la asombró, le confesó la asfixiante presión que sentía. Le contó sobre las cenas formales, los tutores privados y el futuro meticulosamente trazado que no le pertenecía. Leo tardó en responder. Cuando lo hizo, le habló de un tipo de presión diferente, una que no era por calificaciones, sino por sobrevivir. Sin revelar demasiado de su "secreto", le hizo entender que su vida era un constante equilibrio en el alambre, un universo lleno de promesas que podían romperse con la misma facilidad con que se creaban.
En ese intercambio, Elena se dio cuenta de algo profundo: a pesar de que sus vidas eran polos opuestos, ambos se sentían como extraños en sus propios mundos. Él era un alma libre atrapada por circunstancias ajenas, y ella, un espíritu creativo encadenado por un destino impuesto. En su burbuja digital, eran simplemente Elena y Leo, sin etiquetas, sin escuelas rivales, sin las miradas de sus familias sobre sus hombros. La distancia dejó de ser un problema porque su conexión era más real que cualquier persona que vieran a diario.
La revelación, sin embargo, no llegó con un mensaje de texto. Ocurrió una noche de tormenta. Elena acababa de tener la peor discusión de su vida con sus padres. Su padre, con una voz llena de decepción que la apuñaló, le dijo que su pasión por el arte era solo "un pasatiempo infantil" y que era hora de crecer. Subió a su habitación, con lágrimas de frustración empañando sus ojos, y un grito silencioso que le oprimía el pecho. Sin pensarlo dos veces, grabó una nota de voz para Leo, su voz temblando al borde del colapso. Le contó todo: la discusión, el dolor de ser incomprendida, el miedo a decepcionar a quienes amaba y, sobre todo, el pánico de que su futuro ya no le pertenecía.
El silencio que siguió se sintió eterno. Elena temió haber ido demasiado lejos, haberle mostrado su vulnerabilidad a la única persona que la entendía. Pero un minuto después, su teléfono vibró. La voz de Leo, suave y firme, la sacudió hasta el alma.
"Elena", dijo él, "no tienes que ser el libro que alguien más ha escrito para ti. Eres la autora de tu propia historia. Las palabras, las ilustraciones, el final... Todo es tuyo. No dejes que nadie te quite la pluma".
Las lágrimas, que antes eran de frustración, se transformaron en un llanto de alivio. Al escuchar esas palabras, supo con una certeza abrumadora que había cruzado una línea invisible. No era solo un chico de la iglesia, no era solo un amigo de Instagram. La forma en que él la entendía y la hacía sentir validada, la forma en que veía su alma, era lo que realmente importaba. En ese instante, a tres meses de haberlo conocido, Elena se dio cuenta. No solo le gustaba. Estaba completa y absolutamente enamorada de él.
Y justo cuando esa verdad se asentó en su corazón, se dio cuenta de la magnitud del problema. Se había enamorado de un chico de otro mundo, un amor que parecía imposible. El muro invisible que los separaba, ahora tenía un nombre: la distancia de sus realidades. Y esa, era la definición misma de lo imposible.
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Editado: 22.09.2025