Amor Imposible

CAPITULO.8 LA HUIDA

Capítulo 8: La huida

El corazón de Elena latía con furia, un tambor desbocado en su pecho.

Las palabras del hombre se repetían en su mente: "Si no se entrega, su padre y su hermana lo pagarán."

No era un juego. Era real. Y ella había caído en la trampa.

Corrió.

Corrió como nunca antes en su vida.

El teléfono de Leo, el que había usado para hablar con él, se sentía como un peso muerto en su bolsillo.

Era la única manera de advertirle.

Tomó un bus, pero se bajó dos paradas antes.

La paranoia la consumía.

Miraba a cada persona que pasaba, temiendo que el hombre de la cafetería estuviera entre ellos.

El parque de la otra vez, el del lago, se sentía como una zona de guerra.

Llegó a la entrada, jadeando.

No había nadie.

El miedo la consumió.

¿Y si era tarde?

¿Y si ya lo habían encontrado?

Sacó su teléfono, el normal, el que su madre sabía que tenía.

Escribió un mensaje a Leo, pero no al teléfono que él le había dado.

Escribió al número original. El que él usaba cuando se conocieron.

"Leo, no vayas al parque. Es una trampa. Me encontraron. Vienen por ti."

Presionó enviar, con una desesperación que la dejó sin aliento.

Y entonces, vio un mensaje de Leo.

"Estoy aquí. En la entrada de atrás."

No.

No había visto su mensaje.

Había llegado al punto de encuentro.

Elena corrió, sus piernas ardiendo.

Cruzó el parque, ignorando a la gente, ignorando el miedo.

Tenía que encontrarlo.

Tenía que llegar antes que ellos.

Cuando lo vio, su corazón dio un vuelco.

Estaba allí, esperando, con las manos en los bolsillos, la mirada perdida en el horizonte.

—¡Leo! —gritó, su voz rasgada por el pánico.

Él se giró, su rostro iluminado por la sorpresa.

—Elena, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás en la entrada?

—¡Es una trampa! —exclamó ella, sin aliento, su mano extendida—. ¡Tenemos que irnos!

Leo no entendió.

—¿De qué hablas?

—Me engañaron. Me dieron un teléfono que podían rastrear. Y ahora saben que estoy contigo. Los hombres... los que te buscan... vienen por ti.

En ese momento, una camioneta negra se detuvo en la entrada del parque.

Dos hombres bajaron. Uno era el hombre de la cafetería. El otro, un hombre más grande, con una mirada fría y cruel.

Leo los vio. Su rostro se puso pálido.

—Oh, no.

—¡Corre! —gritó Elena, tomando su mano y tirando de él.

Y corrieron.

Corrieron por el parque, entre los árboles, con el sonido de los pasos detrás de ellos.

Leo la jaló hacia un callejón. Se metieron en un laberinto de paredes de ladrillo.

—¿Quiénes son? —preguntó Elena, sintiendo el pánico en su voz.

—Los que me persiguen. Tenemos que perderlos.

Corrieron.

Corrieron hasta que sus pulmones les ardieron.

Se detuvieron en un callejón sin salida.

Leo se pegó a la pared, su pecho subiendo y bajando.

—No. No es un callejón sin salida.

Se subió a una caja de madera y se subió a una valla. Le tendió la mano.

—Sube.

Elena dudó. Pero no había otra opción. Tomó su mano, se subió a la caja de madera, y se subió a la valla.

Se dejó caer al otro lado, en una calle concurrida.

Corrieron, perdiéndose entre la multitud.

—Tenemos que ir a la estación de trenes —dijo Leo, su voz llena de urgencia—. Es la única manera de perderlos.

Caminaron a paso acelerado, con la mirada de un fugitivo. Miraban por encima del hombro, temiendo que alguien los hubiera visto.

Llegaron a la estación.

El ruido, la gente, el caos... todo era un camuflaje perfecto.

Se sentaron en un banco, con el corazón latiendo con fuerza.

—¿Estás bien? —preguntó Leo, mirándola con una mirada de preocupación.

—Sí. Estoy bien. Pero... ¿por qué? ¿Por qué vinieron?

Leo se quedó en silencio. Miraba el suelo.

—Te lo advertí, Elena. Te dije que no debías venir.

—No iba a dejar que te atraparan. No después de todo lo que me has dicho.

Él la miró a los ojos, una mezcla de culpa y gratitud en su rostro.

—No sabes lo que esto significa para mí, Elena.

—Lo sé. Significa que estoy en peligro. Pero... no me importa.

Leo se quedó sin palabras. La valentía de esa chica que había conocido en una iglesia lo sorprendió.

—Tenemos que ir a la siguiente ciudad —dijo Leo, su voz llena de una nueva determinación—. No podemos volver a casa.

—¿A dónde vamos a ir?

—No lo sé. Pero tenemos que irnos.

Elena asintió.

—Lo que tú digas.

Se levantaron del banco y se dirigieron hacia las taquillas. Compraron dos billetes, con el dinero que Leo llevaba en el bolsillo.

—Gracias —dijo Elena, mirando a Leo con una sonrisa triste—. Por no dejarme.

—Nunca lo haría —respondió él, tomando su mano—. Eres lo único que tengo.

Entraron al tren, y se sentaron en un asiento. El tren arrancó, y ellos miraron por la ventana, con el mundo pasando a toda velocidad.

Su amor, que era un secreto, ahora era una huida.

La seguridad de sus vidas perfectas había desaparecido.

Pero en ese tren, en medio de la oscuridad, con sus manos unidas, sabían que estaban juntos.

Y eso era todo lo que importaba.

EL NUEVO COMIENZO

El tren se detuvo en una ciudad desconocida.

Bajaron, con el corazón en la garganta.

No tenían un plan. No tenían un lugar a donde ir.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Elena, su voz llena de pánico.

—No lo sé —respondió Leo, mirando a su alrededor—. Pero no podemos quedarnos aquí.

Caminaron por las calles, sin rumbo fijo, con el frío de la noche calándoles los huesos.

Se sentaron en un banco en un parque.

—¿Qué vamos a hacer, Leo? No tenemos dinero. No tenemos un lugar a donde ir.

—Lo sé. Pero no te preocupes. Vamos a encontrar una solución.




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