Amor Imposible

CAPITULO 11.EL LABERINTO DE CRISTAL

Capítulo 11: El laberinto de cristal

El taxi se detuvo en una calle sin nombre, bajo una lluvia que caía con la furia de un castigo. Elena y Leo pagaron al conductor con el poco dinero que les quedaba y salieron a la noche, con la sensación de haber escapado de una trampa solo para caer en otra. El laberinto de la ciudad se extendía ante ellos, un mar de luces borrosas y sombras amenazantes.

Caminaron sin rumbo, con el frío calándoles los huesos. El pánico de la persecución se había desvanecido, reemplazado por un terror más profundo: el terror a la incertidumbre. No tenían nada. Solo un par de mochilas y el fantasma de una vida que ya no existía.

Leo la abrazó, con los brazos temblando. —No te preocupes. Vamos a estar bien.

Pero Elena no le creyó. Sus palabras sonaban huecas. El "nosotros" que los había unido se estaba desmoronando bajo el peso de la realidad.

Encontraron un banco en un parque oscuro y se sentaron, con la lluvia cayendo sobre ellos. Elena miró a Leo, su rostro iluminado por la luz de la calle. Su cabello mojado, su ropa empapada. Ya no era el chico de la iglesia. Era un desconocido. Un fugitivo. Y por su culpa, ella también lo era.

—Leo... —susurró, su voz rota por el frío y el miedo—. Esto es un error.

Él no respondió. Solo la abrazó con más fuerza, como si tuviera miedo de que ella se desvaneciera.

—Vamos a encontrar una solución —murmuró, su voz llena de desesperación.

Pero no había una solución. La policía los había rechazado. Sus familias los habían abandonado. Eran dos fantasmas en un mundo que no los quería.

La noche fue un infierno. El frío, el hambre, el miedo. Todo se unió en un dolor físico que los dejó sin aliento.

A la mañana siguiente, se levantaron, con los cuerpos adoloridos y los ojos hinchados por el cansancio. No tenían fuerzas para caminar. Se sentaron en un banco, con el sol de la mañana dándoles un poco de calor.

—Tenemos que hacer algo —dijo Elena, su voz llena de una nueva determinación—. No podemos seguir así.

Leo asintió. Se levantó y comenzó a caminar, con una mirada en sus ojos que Elena no había visto antes. Una mirada de desesperación.

Caminaron por la ciudad. Elena lo siguió, con el corazón en la garganta. Sabía que Leo estaba a punto de hacer algo que podría cambiar sus vidas para siempre.

Llegaron a un callejón oscuro. Un callejón lleno de basura y de gente sin hogar. Y allí, vio a un hombre. Un hombre con una mirada fría y cruel. El hombre de la cafetería.

El corazón de Elena se detuvo.

Leo se acercó al hombre, con la cabeza gacha.

—¿Qué quieres? —preguntó el hombre, su voz un susurro frío.

—Quiero hablar. Quiero arreglar esto.

El hombre se rio. Una risa seca y sin humor.

—¿Arreglar qué, chico? Ya arruinaste todo.

—Mi padre... —dijo Leo, su voz temblando—. ¿Dónde está?

El hombre lo miró, su sonrisa se borró de su rostro.

—Eso ya no importa. Ahora la deuda es tuya. Y la de tu amiga.

Leo se quedó sin palabras.

—Vamos a ir de uno en uno —dijo el hombre, su voz un susurro—. A menos que tengas algo para nosotros.

—No tengo nada —respondió Leo, sus ojos llenos de miedo.

—Claro que sí —dijo el hombre, con una sonrisa maliciosa—. La chica.

El corazón de Elena se detuvo.

—¡No! —gritó Leo, poniéndose delante de ella—. ¡A ella no! ¡Yo soy el que buscas!

El hombre se rio.

—Lo sé. Pero me interesa más ella. Ella es la que tiene la clave.

Elena no entendía. ¿La clave de qué?

—Ella tiene la clave para tu vida perfecta —dijo el hombre, con una sonrisa—. La clave para tu libertad.

Leo se quedó sin palabras.

—Vamos a hacer un trato —dijo el hombre, su voz un susurro—. Te la llevas. Y tu deuda se borra.

—¡No! —gritó Leo, su voz llena de rabia—. ¡Ella no tiene nada que ver con esto!

—Claro que sí —respondió el hombre, con una mirada fría—. Ella es la que te ha traído aquí. Y ella es la que te sacará.

Leo se giró para mirar a Elena, con los ojos llenos de desesperación.

—No. No voy a hacerlo. No la voy a dejar.

El hombre se rio.

—Claro que sí. O te quedas aquí y mueres. Y ella también.

Leo se quedó sin palabras.

—Piénsalo bien, chico. Te doy 24 horas.

El hombre se dio la vuelta y se fue, dejando a Elena y a Leo solos, en medio del callejón, con el peso de la decisión en sus hombros.

Elena miró a Leo, con los ojos llenos de miedo.

—¿Qué vamos a hacer?

—No lo sé —respondió Leo, su voz rota por el dolor—. No lo sé.

Y en ese momento, una nueva realidad se hizo presente. Su amor no era un refugio. Era una trampa. Una trampa de cristal, que los había encerrado en un laberinto sin salida. Y la única manera de salir, era rompiendo el cristal. Rompiéndose a sí mismos.

La despedida

Pasaron las horas. El sol se puso. El frío regresó. Se sentaron en un banco, en silencio.

—No voy a hacerlo —dijo Leo, rompiendo el silencio—. No te voy a dejar.

Elena lo miró, las lágrimas rodando por sus mejillas.

—Tienes que hacerlo. Es la única manera.

—No. No voy a dejar que te lleven.

—Leo, por favor. Es nuestra única salida.

Él la abrazó, con los brazos temblando.

—No. No te voy a dejar.

Pero Elena sabía que no había otra opción.

A la mañana siguiente, Leo se despertó, y Elena ya no estaba. Se había ido. Y se había llevado el único mapa para salir del laberinto.




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