Amelia salió de la casa de Carmen con la mente en un torbellino. La noche había caído, y el aire frío parecía envolverla con una sensación opresiva. Caminaba sin rumbo, tratando de organizar sus pensamientos, aunque sabía que el tiempo no estaba a su favor. Su pecho se sentía pesado, como si una fuerza invisible la empujara a tomar una decisión imposible. Carmen le había dado opciones, pero ambas parecían igual de terribles.
"Esperar hasta el final del día solo hará que Joseph vuelva el próximo año… y quién sabe si lo hará con más fuerza, más ira", pensaba, sintiendo una mezcla de miedo y presión. A pesar de las advertencias de Carmen, Amelia no podía evitar el impulso de enfrentarse a aquello que la perseguía. Pero, ¿qué haría realmente si se encontraba frente a él? ¿Tendría el valor de ayudarlo a encontrar paz, o el miedo la consumiría antes?
Se detuvo un momento, mirando hacia el cielo oscuro. Un pensamiento cruzó por su mente como un susurro: Debo ir, acabar con esto de una vez. Respirando profundamente, decidió que enfrentaría a Joseph. Tal vez, como Carmen había dicho, había algo que él necesitaba escuchar, y tal vez ella podría darle el cierre que tanto ansiaba. Con una última exhalación, se armó de valor y se dirigió hacia la casa abandonada por lo que esperaba fuera la última vez.
Avanzó con pasos firmes pero cautelosos, cruzando el umbral una vez más, sintiendo cómo la atmósfera se volvía densa y opresiva. De pronto, una oleada de mareo la golpeó. Todo a su alrededor se desdibujó; los muebles antiguos parecieron moverse en un vaivén distorsionado, y sus ojos apenas lograron enfocarse en algo antes de que el suelo pareciera desaparecer bajo sus pies.
Oscuridad.
No supo cuánto tiempo había pasado. Cuando abrió los ojos, se encontró recostada en una cama enorme, suave y cálida, como si el mundo frío y vacío de la casa hubiera sido reemplazado por algo completamente distinto. La habitación en la que se encontraba era grande y decorada con un lujo desconocido para ella: pesadas cortinas de terciopelo cubrían las ventanas, y el mobiliario estaba decorado con detalles dorados y tallados a mano. Era una recámara tan elegante y detallada que parecía sacada de una época pasada.
Antes de que pudiera incorporarse del todo, escuchó la puerta abrirse con un suave crujido. Amelia se quedó inmóvil, su respiración atrapada en el pecho, mientras veía entrar a un hombre de mediana edad. Lo reconoció al instante: era Joseph, o al menos, una versión de él mucho más joven que la sombra que había conocido en la casa. Alto y de porte elegante, tenía el cabello castaño cuidadosamente peinado y unos ojos verdes tan profundos que parecía que podían ver a través de ella.
Amelia se incorporó con cuidado en la cama, manteniendo la mirada fija en el hombre frente a ella. Había pasado tanto tiempo viéndolo solo como una sombra distante, un susurro que la acosaba desde la penumbra, que tenerlo así, tangible y joven, la desconcertaba. Se armó de valor y, con la voz aún temblorosa, rompió el silencio.
—¿Joseph...? —comenzó, tanteando cada palabra—. ¿Realmente eres tú?
Él asintió lentamente, sin apartar sus ojos de los suyos. Su mirada era intensa, cargada de una mezcla de tristeza y anhelo que hacía que la piel de Amelia se erizara.
—Soy yo, Amelia. He esperado este momento durante tanto tiempo... —La emoción en su voz parecía sincera, pero había algo oscuro en su tono que no la dejaba relajarse.
Intentando recomponerse, ella se cruzó de brazos, como si eso pudiera protegerla de las palabras que estaba a punto de escuchar.
—¿Y qué es lo que quieres de mí realmente? —preguntó, con un tono desafiante que apenas disimulaba su nerviosismo.
Joseph la observó en silencio por un instante, como si estuviera sopesando sus palabras. Al final, dejó escapar un suspiro y confesó, en voz baja pero clara:
—Quiero varias cosas, Amelia. Necesito tu perdón... —sus ojos se oscurecieron un poco—. Y también quiero tu amor. Quiero pasar el resto de la eternidad contigo.
Las palabras la golpearon como una ráfaga de aire frío. Amelia retrocedió un paso, su expresión tornándose en una mezcla de incredulidad y horror. La sola idea de pasar su vida —o más bien, su eternidad— junto a alguien que apenas conocía, alguien que era poco más que una sombra de otra época, era inconcebible.
—No puedo hacer eso, Joseph —respondió firmemente, con un tono más firme del que ella misma había esperado—. No quiero dejar mi vida por alguien que... que no recuerdo. No eres parte de mi vida, no de esta, y no puedo entregarte lo que me pides.
Una sombra de dolor cruzó el rostro de Joseph, pero él se mantuvo en silencio, escuchándola.
—Si realmente quieres mi perdón —continuó ella, tratando de apaciguar la tensión en el aire—, entonces necesito entender quién eras... quiénes éramos. Dime, ¿qué éramos tú y yo? ¿Y por qué terminaste como un fantasma en esta casa?
Joseph permaneció en silencio por un momento, y luego, con un leve gesto de la mano, la invitó a acercarse a la ventana. A través del cristal, el paisaje era un reflejo pálido de su propia memoria: la casa, antes majestuosa, parecía recién restaurada en ese recuerdo que había tomado vida.
—En aquel entonces... —comenzó a decir con voz grave—, eras una sirvienta aquí. No llevabas mucho tiempo trabajando en la casa, pero tu labor era ardua. Te uniste a la familia Wood para poder ayudar a la tuya, que pasaba hambre en el pueblo.
La observó un instante, sus ojos clavándose en ella como si intentaran leer sus pensamientos.
—Nos enamoramos lentamente —continuó—. Al principio eras solo alguien que trabajaba aquí, alguien con quien apenas cruzaba palabras. Pero cada día que pasaba, me encontraba mirándote más y más. Vi en ti algo distinto, algo que me hacía olvidar quién era. Tal vez también sentiste lo mismo.
Amelia, sin saber cómo responder, permaneció en silencio, asimilando cada palabra. Su propia vida y la vida de otra Amelia, aquella del pasado, parecían entrelazarse de forma inquietante.
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Editado: 02.11.2024