No me voy a justificar. Trato de no hacerlo, juro que no. Puede que suene repetitivo, pero no conozco a nadie que te haya tenido —y no lo digo como un cumplido, créeme que no—. Uno pensaría que, después de tanto aprendizaje y tantas experiencias vividas, habrías desarrollado cosas como la paciencia y la empatía. Aunque, otra vez, y aunque suene repetitivo, me siento optimista, incluso entusiasta. Tanto como para pensar que todavía puede pasar algo.
No insulto tu inteligencia, no podría, aunque quisiera. Y después de miles de consejos de amigos, diría que la necia fui yo. El desgaste de pensarte tanto, de repasarte una y otra vez en mi memoria, hace que tu recuerdo sea un poco más llevadero. A veces pienso que, de todo lo que pudo salir mal, yo fui lo peor.
Nada pasa realmente. Pero decime: si yo te contara los mares que te lloré, ¿cambiaría en algo tu forma de pensar sobre mí? Lo dicho y hecho, juro que fue un reflejo de lo tuyo. Pero si me pongo a pensarlo más profundamente, creo que nunca llegué a calar en vos, no de la manera que me dejaste creer. Vi algo parecido, sí, pero también puede haber sido mi imaginación intentando hacerte más humano.
No quiero aburrirte ni molestarte, sin embargo, mientras leo lo que llevo escrito, me lleno de dudas. Así que, partamos desde el principio, sin más vueltas: el día que te conocí... Pero si me preguntas, no lo recuerdo. Para mí, siempre estuviste ahí, en un rincón de mi cabeza, rondando. Aunque si tengo que ponerle una fecha, diría septiembre. Frío y gris. Dios, eso tuvo que ser un presagio. Pero otra vez me dejo llevar por el optimismo. Los presagios suelen mandar señales confusas.
Siempre con las manos ocupadas, con esa vida llena de historias amorosas —diversa, por decirlo de una manera elegante—. Porque si fuera más racional en este momento, no tendría una buena opinión de mí misma por haber dejado pasar ciertas faltas, como la promiscuidad, que increíblemente aún tiene el lugar más impecable en mi cabeza.
A veces negros, otras marrones, incluso amarillos... pero lo que yo veía era rojo. Rojo como el desinterés más puro. Y, en el fondo, como el rencor y el desagrado más grande. Entonces decime: ¿por qué no quedarme con eso? ¿Por qué no aferrarme a lo evidente, si ya había visto a otros caer? Hasta las flores más hermosas.
Solo tenía que seguir adelante y no ceder. Nunca ceder.