Amor, simplemente. Blanco, Rojo, Negro

Blanco

—Me sorprende volver a verte.

No puedo decir que a mí no. Cuando salí por la puerta frente a mí, me prometí no volver a cruzarla, no volver a necesitarla. Supongo que la sorpresa —nada amena para mí— de estar otra vez sentada en esta silla también descolocó a la fina secretaria que me observa atenta.

—Bueno, a mí también —le dediqué una respuesta corta, con una breve y lenta sonrisa hacia la mujer detrás del escritorio, mientras esperaba mi llamado.

Sorpresa era lo que menos me quemaba la garganta y, definitivamente, no era la razón por la cual quería romper cualquier cosa con tal de aliviar la desilusión, el odio y el resentimiento que sentía por mí misma en ese momento.
La razón por la que dejé mi cita semanal, y la que me había orillado a tomar medidas desesperadas como contarle detalles de mi vida a un extraño para encontrar algo de consuelo, estaba ahora mismo en una relación aparentemente estable.

Mientras sopesaba mis decisiones pasadas, dándome cuenta de que había caído nuevamente donde comencé, no pude evitar que regresara a mi mente la imagen de un hombre de 32 años, cabello oscuro y rizado, cejas definidas y ojos negros.

Nunca fui buena cediendo, y la idea de que algo como el destino pudiera dirigir el rumbo de mi vida no me caía del todo bien. Especialmente teniendo en cuenta que aquello que me llevó a alejarme de todo y reinventarme —para obtener una vida mejor— era precisamente lo que había evitado por años... y lo que, una vez más, me traía de vuelta a terapia.

Me interrumpió el llamado:

—Ren, podés pasar. El doctor la espera.

Agradecí y, con un gesto automático, alisé el elegante pantalón, eliminando una arruga inexistente antes de ingresar a la lujosa sala.

Apenas entré, me recibió la figura del distinguido terapeuta y antiguo confidente de mi pesar más viejo y tormentoso. Su mirada destellaba una mezcla de precaución y una evaluación adelantada hacia mi persona. No pude pasar por alto el expediente con mi nombre que sostenía sobre el escritorio. De pronto, el fresco odio hacia mí misma tuvo mucho más sentido.

—Bueno... que me jodan.

No pude evitar una perezosa sonrisa al notar la evidente sorpresa de mi pasado médico de cabecera, quien, tal vez para no intimidarme más de lo que ya estaba, desvió la mirada con un gesto cálido e invitándome a sentar en el tradicional asiento de diálogo.

—¿Si dijera que lo odio, se podría tomar como un capricho?

El entendimiento tiñó su mirada, acompañado por un sutil levantamiento de cejas.

—No. No creo que sea un capricho, sino un reflejo de algo que no se resolvió del todo. Volviste por algo.




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