DON
El guardia de seguridad me sigue mirando. Debe de pensar que estoy ciego en vez de impedido. Viste un uniforme impecable, de corte recto, una pieza impoluta que no destaca en el recibidor frío y aséptico que nos rodea. Los grandes ventanales iluminan el suelo de mármol como un camino luminoso que me lleva al cielo. Un cielo que huele a dinero. No he olido nunca un fajo de billetes, ni tengo interés alguno, pero seguro que es algo como esto.
Refreno el impulso de mirar nuevamente al guardia de seguridad, me siento estoico. Supongo que se está haciendo las mismas preguntas que todo el mundo se hace cuando me conoce: ¿Cómo le ocurrió? ¿Por qué lleva zapatos si nunca va a usarlos? ¿Le funcionará el pene?
Puede que esta última no se la hagan todos, pero hoy no soy capaz de mantener mi mente en equilibro sobre la fina línea de la indiferencia, la armadura que complementan la camisa blanca y los pantalones de raya ajustados que llevo. Estudio mi reflejo en las cristaleras transparente, sin una sola mota de polvo. Analizo mi mandíbula, con el impecable rasurado que me han realizado esta misma mañana, así como el corte de pelo moderno, al que no estoy acostumbrado. Todo para no aparentar lo cerca que me encuentro de la cuarentena. Al menos eso lo tengo controlado; estoy intachable, igual que este hall.
Aun así, me desabrocho el primer botón de la camisa, tratando de respirar mejor. Toco las ruedas metálicas de mi silla, frías, conocidas, para recordarme porqué estoy aquí.
Las puertas de acceso al edificio se abren y dejan pasar a una mujer madura, vestida con bata blanca, que se dirige derecha a mí. Va con pantalones de pana y un moño desenfadado, aunque hay algo en la seguridad con la que pisa que me parece bastante atractivo. Como si amara sus pies, como si no temiera tener que pisar unos cuantos para seguir andando por el camino que se ha marcado. Tiene una sombra sólida que la sigue de cerca, aunque tengo mis ojos fijos en otras partes de su anatomía.
Mantiene contra su cuerpo una carpeta de plástico que revisa antes de dirigirse a mí.
—¿Don Manuel Gilberto?
—Solo Don.
—¿Disculpe?
—Mi nombre es Don. De apellido Manuel Gilberto.
—¡Ah!
Ella parece contrariada, como todos los que saben del garrafal error que el Registro Civil realizó a la hora de inscribir mi nacimiento. A mis padres siempre les hizo gracia, así que así se quedó. Debo de ser el único en España con nombre honorífico, aunque nunca me he sentido muy distinguido. Y menos hoy. Debería cambiarlo, no es que me importe demasiado, pero sigue siendo molesto que se equivoquen cada vez.
Nos hace pasar dentro, pasando por delante del guardia de seguridad que no nos quita ojo, y atravesamos las mismas puertas por las que entró. Me dirige por corredores luminosos con cristaleras por paredes. Todo en aquel lugar parece transparente, un esfuerzo demasiado evidente por limpiar la terrible fama que las farmacéuticas como Cura-Sana han construido con tantos desastres medioambientales a sus espaldas en los últimos años. Experimentar con conejitos y cachorritos no es que sea la mejor forma de ganarse buena reputación, sin embargo, como persona usuaria del sistema sanitario, me parecería hipócrita recriminarles eso. Ni siquiera estaría en este mundo si no fuera por los millones de muertes de ratones de laboratorio, en aras de una cura para mi parálisis parcial.
Hay pocas personas por el pasillo, todas se fijan en nosotros. Algunos incluso cuchichean entre ellos. Les siguen de cerca pequeñas sombras, saltando o deslizándose por las paredes, a los que no me permito ni una sola mirada. Una de ellas se detiene delante de nosotros, no la esquivo, pasando por encima. Trato de reprimir una mueca de asco.
Mi atractiva guía abre la puerta de una de las salas, espera a que pase dentro. Levanto el ceño y la observo fijamente. Ahí se da cuenta que mi silla es demasiado ancha como para pasar al mismo tiempo que ella la sostiene, así que se apresura a corregir su postura y abrirla desde dentro. Buena respuesta. La sala es espaciosa, deben de utilizarla para reuniones porque hay una larga mesa de cristal blanco y a su alrededor doce sillas acolchadas, de igual color. ¿Les mataría poner un poco de azul?
Entro dentro y espero a que la mujer vaya a quitar la silla frente a la mesa para hacerme sitio. Podría llegar a sonreír por su evidente apuro. Les ocurre a muchos, pero me resulta gracioso verla a ella, tan controlada y seria, ser tan obvia.
Carraspea y coloca los papeles en orden delante de ella antes de sacar del bolsillo de su bata un bolígrafo de plástico. Me sorprende su simplicidad, me esperaba lo menos un Montblanc.
—Bien, señor... Don —rectifica a tiempo, y rodea algo en la ficha para asegurarse de que todo está correcto en su informe—. Mi nombre es Gisel Venabent, soy la coordinadora del proceso de selección de participantes de este experimento. Voy a hacerle algunas preguntas, solo para verificar lo que ya contestó en el cuestionario que nos envió. Trate de responder con la mayor exactitud posible. ¿Consiente en grabar esta sesión?
—Adelante.
Me procede a poner delante una serie de papeles tan rápido como desaparecen en cuanto las firmo: consentimiento informado, protección de datos, la promesa de donarles mi cuerpo en caso de muerte súbita. Esto último podría no ser cierto, la verdad es que no termino de leerlos. Suelo ser metódico, pero hay una maldita bola negra sobre la mesa que me dificulta la lectura y preferiría alejarme lo más posible de ella. Me limito a poner mi nombre.
Gisela guarda todos los documentos, enciende la grabadora de voz y la coloca sobre la mesa entre nosotros.
—Bien. ¿Por qué quiere participar en este estudio?
—Por el dinero.
Ella abre la boca, luego la cierra. Al final, sonríe, se quita las gafas y las limpia con la misma bata antes de colocárselas. Con una pulcra letra de médico, rellena el hueco correspondiente
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Editado: 07.03.2025