Amor y traición

Suspiro:

 

  La puerta principal del Reino Élfico había caído. Los demonios y monstruos entraban a la ciudad, miles a cada segundo que pasaba, con esa maldita puerta abierta en par en par, matando a cada ser vivo que se cruzase en su camino, sin piedad a los inocentes civiles, a los soldados que solo protegían la entrada, dando rumbo hacía la Plaza Santa.

 

   Mi pecho subía y bajaba con rapidez, la respiración agitada y agotada, el corazón alterado y bombeando adrenalina a cada rincón de mi cansado cuerpo, mi cuerpo chorreaba sangre ajena y propia, la armadura ahora era un conjunto de matices rojos y negros, alejados de el inmaculado blanco que alguna vez portó. Había matado centenares de esas bestias sin almas, había perdido todas mis dagas, no quedaban más flechas, mi arco estaba partido, mi espada sin filo y mucho óxido.

 

   El cielo estaba completamente nublado y negro, el fuego regaba las viviendas a mi alrededor, los cuerpos eran como alfombras grotescas en el suelo blanco, con grandes charcos sangrientos bajo suyo, amigos y enemigos, conocidos y desconocidos.

 

   Con la espada alzada, golpeando a duras penas, mi mano a duras penas la podía seguir sosteniendo, mientras la otra apoyada en la gruesa y pesada coraza que llevaba sobre mi vientre hinchado, cubriendo con el brazalete de metal cualquier ataque. Por suerte, él estaba tranquilo.

 

   Los cientos que mate parecían nada a lado de los que seguían entrado, miles y miles sin fin, los demonios y monstruos, ya ni me miraban al pasar, era como si no existiera a sus ojos ¿Por qué? Ya no tenía fuerzas para defender, podría atacar y ser más que un mero rasguño en la mejilla de alguno, no le importaba a ellos, no era más que una hormiga que podrían aplastar en cualquier momento.

 

   He aquí, una de las más grandes entre los grandes entre los elfos, una guerrera viuda y embarazada, con una espada sin filo, más pesada que útil, cubierta de sangre y cansancio ¿Ni siquiera mi nombre tenía valía ya?

 

   Ansiaba esconderme en mi cama, bajo las mantas y cantar una canción de cuna junto a él, al pequeño que descansaba en mi vientre, lejos de la horrenda realidad.

 

   Mi garganta casi desgarrada.

   Mi cuerpo clamando descanso.

   Mi corazón contraído con fuerza.

   Mi alma gimiendo de agonía.

   Y una pequeña voz, susurrando en mi oído: "No puede ser verdad"

 

   Vestido de rojo fuego, con su cabello negro al salvaje, y una sonrisa burlona de dientes filosos, ojos fríos como el hielo. Él...¡Estaba vivo! ¡Estaba vivo el maldito!

 

   Una sonrisa, tan efímera como la brisa fría en pleno verano, cruzó mi rostro. Pronto viéndose amargada y dolida. Él estaba con ellos, con los demonios y monstruos, masacrando la ciudad que una vez juró proteger a mi lado, donde nació y creció. La muralla destrozada, y la puerta caída, lo fueron, gracias a su traición.

 

   --¡Tú!

 

   He aquí, una de las más grandes entre los grandes elfos, una guerrera casada con un traidor y esperando un hijo suyo, con una espada sin filo, más pesada que útil, cubierta de sangre y cansancio, humillada, y el corazón roto.

 

   --¡Maldito traidor! ¡Maldito seas!

 

   Grite, casi escupiendo sangre de odio y resentimiento.

 

   --¡Maldito! ¡Rompiste tu promesa! ¡Lo hiciste!

 

   No fue más que un vistazo de sus ojos negros, me obligó a ver el suelo. Caí por primera vez en años, victima de las punzadas sin cesar atacaban mi vientre bajo, agua cubrió mis parte baja y piernas, más sangre se sintió en el aire.

 

   Los recuerdos se volvieron borrosos a partir de ese momento. En medio del caos de la batalla, rodeada de los cuerpos de mis amigos y enemigos, con la ayuda de una vieja amiga, di a luz en la sangrienta escena, rodeada de muerte. Mi pequeño nació.

 

   Con la piel semirojiza y el tatuaje verde de los elfos en uno de sus brazos, el mismo que el que yo portaba, tan pequeño y débil, delicado y hermoso, llorando como su vida dependiera de ello, lo dependía, pensé con tristeza.

 

   Una guerrera inútil, con una criatura en brazos, sin siquiera poder alimentarla de mi pecho, el simple hecho de haber nacido de mí lo condenaba a muerte, ante la guerra perdida ante los demonios y monstruos, no había que ser un experto para verlo. La caída de la ciudad fue el hecho que la marcó.

 

   Un rayo de esperanza, oscuro como la noche, brillante como las estrellas, los ojos negros de mi hijo.

   Mi hijo era un elfo, sí.

   Pero no cualquier elfo.

   Él era un elfo oscuro, un ser de la noche y las estrellas.

 

   Las leyes más antiguas, en todo el mundo, dictaban que ellos debían ser protegidos y amados, incluso entre las bestias, esta regla se cumplía. 

 

   Él tenía esperanza.

   Si yo me condenaba.

 

   Sonreí con simpleza, lo abracé con delicadeza contra mi pecho, sabía lo que debía hacer.

 

   Salí de la ciudad por las catacumbas, llegando a la entrada del Bosque Maldito. Sin dudarlo me interné en él, caminando días y noches sin dormir ni comer, alimentando a mi hijo con energía natural que me quedaba. Los monstruos no me atacaron, las brujas no me maldijeron, las bestias no me devoraron, la luna me alumbró, y las estrellas me guiaron. Las luces rojas del Campamento Demoniaco, en plena noche.

   Escondiendo al niño de la vista ajena, envuelta en una capa andrajosa, llena de sangre seca.

 

   Los "soldados", se hicieron a un lado, a cada paso que daba hacía él. Burlas y empujones, risas malvadas y desagradables. Aún así continué, mirando hacía adelante.

 

   Hasta que llegué frente a él, mi rostro cayó al suelo, y de allí no se levantó.



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En el texto hay: fantasia, amor y desamor, relatos cortos

Editado: 17.01.2024

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