Cuando le vi por primera vez, mi mente a un lado dejó, el lamento cotidiano, y a mi triste y oscura mirada, llamó a aquel espectáculo contemplar. No pude evitar pensar, lo hermosa y natural que se veía ella, en aquel mortífero jardín, portando esa tan espléndida belleza, heredada de su sonriente abuela, la postura erguida y orgullosa, de su viejo padre, esa alegría contagiosa que, con su joven hermana compartía.
Con esa corona de rosas rojas sangre, bailando sobre su cabello negro carbón, largo hasta los hombros. Su bello vestido blanco, suave y galante, sobre la brisa bailante, hasta sus rodillas llegaba y rozaba, a sus rótulas llenas de pasto y tierra. Mientras daba pasos seguros con los pies descalzos, por su jardín lleno de bellas rosas, de mil y un colores, sin dudar, sin temer a las terribles espinas que estas plantas, orgullosas portaban. A cada pisada, con la punta de sus dedos blanquecinos, acariciaba las hojas y rosas, con una sonrisa alegre y llena de diversión, pura y hermosamente sincera, dando saltos y soltando dulces carcajadas, llenando de música el ambiente.
No sabía cómo lo haría, con pena pensé, mientras el espectáculo, frente a mis ojos continuaba.
¿Cómo le diría que tendría que dejar su jardín? ¿Seguiría sonriendo a pesar de ello? ¿Qué le haría sonreír otra vez? ¿Volvería a utilizar esa corona otra vez, al igual que ese inmaculado vestido, con la misma vitalidad?
No tenía ni la más pálida idea de ello. Pero lo que sí, firmemente sabía, era que yo tenía una misión que cumplir, cómo cada día de mi existencia. Que conmigo debería llevarla, sea como sea, sin distinción ni previa discusión. Aunque las rosas de aquel lugar quedarán, sin la mano amable y trabajadora de esa bella joven, y por ello, muertas de tristeza a la tierra sus rosas volvieran, y las plantas, por su ausencia, nunca más esas flores mostraran. Que su inmaculado vestido blanco, se arrugara y se ensuciara para siempre con sangre, cómo mis eternas prendas negras. Que su corona de flores dejará de ser espléndida y bella, y pasase a ser un montón de polvo que se deshace en la brisa. Y que esa sonrisa pasase a ser un simple recuerdo, junto a esa dulce risa.
Por más culpable que me sintiese, por muy dolido y triste, debía hacerlo, por más que me destrozara el corazón callado que llevaba en mi frío e inmóvil pecho.
Entonces, por su bien, y por el mío, lo hice seco y rápido, como el sonido de unas tijeras cortar un tallo de rosa, para sumarla a un viejo jarrón. La arranque de su mundo en un movimiento, en una oración, cortando los límites de su dimensión y la deje caer hacia el vacío, mi mundo.
Me coloque la capucha otra vez, tapando mi rostro con dolor, me había prometido no llorar, pero aún así, una fría lágrima blanca bajo de mi ojo, como la mayoría de las veces, que el deber me llamaba.
Apoye la guadaña en mi hombro. Y le di la espalda, a la joven que sobre el vivo césped descansaba, cuya piel palidecía cada vez más, el vestido sin mangas y largo hasta las rodillas, extendido delicadamente sobre ella como una manta, cubriéndole del supuesto frío del ambiente, junto a sus amadas rosas y plantas, la mirada perdida en estás, aún con una sonrisa bailando en sus labios, ahora fríos y sin color. Rogando, que algún día me perdone, y que saludáse a su abuela de mi parte.