—Sí, sí, lo sé, sé que es un sueño… —estoy consciente de ello, pero es esa la única manera en la puedo estar con ella. Recordar aquella noche, cuando éramos mucho más jóvenes y nos besábamos en el sofá de su casa, como ella se lanzaba sobre mí, hecha pasión, y como con su entre piernas hacia fricción, pausada pero ferozmente sobre mi muslo, era único, era mágico. Agitada, al rato me susurraba al oído toda nerviosa que: tenía medio, lo decía con tanta inseguridad, que también yo me contagiaba, pero ella lo era todo para mí y solo le confesaba que descuidara que yo era capaz de esperar hasta quinientos años de ser necesario para poder hacerla mía, ella me miraba sonrojada y entre dientes decía angustiada: no, no es por ti es por mí, no sé si aguantare el deseo.
Pero hay un recuerdo en particular (uno de mi sueños favoritos) y es cuando ella me repite varias veces “te amo” interrumpiéndome sin cesar cuando le discutía por la razón, como tratado de decir: “¡EY! si lo que importa es que te amo y nada más” de un momento a otro cambiaba mi estado de ánimo y me plantaba una sonrisa de dichoso al tenerla.
Esos recuerdos al igual que muchos otros, son lo único que me queda de ella, y recordarlos es como un suero de motivación para seguir creyendo, con gran certeza, que alguno día, aunque sea uno, solo uno de esos bastantes recuerdos, se repita. Y qué más da, soy feliz recordándolos todas las mañanas, hasta que suena la alarma, anunciando las 07:00 a.m para que…
—¡PII! ¡PII!... ¡PII! ¡PII!... ¡PII! ¡PII! —ahí está la alarma, justo ahora.
Abro mis ojos.
Odio levantarme temprano. Y no, no es que sea perezoso, es que paso horas y horas tarde de la noche pegado a la computadora, estudiando programación o adentrándome en el mundo de la informática. Pero con las alarmas no tengo escapatoria, y aunque en la batalla contra esta alarma voy ganando porque la programa para que se apague a los varios segundos de activarse, siempre aparece otra alarma mucho más dosificada diciendo que me…
—¡LEVANTE WILLIAM! Que tienes que ir al trabajo.
¡aH! Ahí está la otra alarma, igual de puntual, es mi madre, que desde la cocina, siempre me recuerda ese pedazo de espacio dividido por cartones, habitado por una computadora y su repetido sillón, puta oficina del departamento de seguridad informática.
—¡VALE!... ya estoy despierto ¿qué más da?
—¡HAY DESAYUNO EN LA MESA! —¿cómo su voz se puede escuchar tan fuerte si está en el piso de abajo?
Bueno, ¿ya qué?...
aquí vamos otra vez. Es hora de empezar el bucle de todos los días.
—¿Dónde están? —Siempre se escabullen por debajo de la cama o detrás de la puerta de la habitación o en el baño, o en el… en fin, el punto está en que sigue siendo un gran misterio aún sin resolver, saber con certeza cómo se tele trasportan las sandalias. ¡Ha! Mira aquí estaban en el baño.
¿Soy yo o la puerta del baño se está encogiendo? Al igual que mi cepillo de dientes, aunque ya debería cambiarlo, será en otra ocasión.
Después de ducharme las ganas de seguir durmiendo se alejan como la culpabilidad de no hacer nada. Tomo sin emoción la toalla que cuelga sobre el tubo que sostienen las cortinas de plástico de la ducha, y la envuelvo en mi cintura. Temerario al salir del baño, pues el piso es muy resbaloso, voy hacia el armario. Parece grande con esas dos compuertas de madera abiertas cada una tirando para su lado, pero el realidad no lo es, está vacío, y lo vacío le daba el aspecto de espacioso, y lo espacioso le daba conformidad, lo hace parecer atractivo, —¡SI! —Qué ironía, como las cosas suelen reflejar un significado erróneo. Aunque, a decir verdad, pues ese armario y yo tenemos algo en común, ambos estamos vacíos.
Saco sin tardar la chaqueta negra que cuelga dentro, un calzón y un pantalón jean, no quiero sacar más, para no dejarlo más vacío de lo que ya se encontraba, además los tenis de mi preferencia están debajo de la mesa de escritorio, unos Converse bajitos, negro con blanco, ¡Dios! Como me encantan esos tenis.
Creo que ya estoy listo, no obstante debería mirarme en el espejo de mi habitación pero ya estoy bajando las escaleras del pasillo y el chillido que hacen estos escalones al pisar son cada vez más acojonantes cuando asciendes por las escaleras.
—¿Cuándo arreglaras los escalones William?
—¿Eh?... ¿Hoy es Lunes?... creo que este fin de semana, madre. —¿Me habrá escuchado pensar? No puede ser, no existe tal poder, de seguro escucho el ruido de los escalones al pasar hacia la cocina, y recordó decírmelo. Hay que agregar que siempre ha tenido un par de buenos oídos.