Anabella. El poder, la macroestructura.

EL PODER, LA MACROESTRUCTURA.

Anabella fue el nombre que mi abuelo le dio a mi madre, aunque él, como si cantara una plegaria íntima, siempre la llamó “Mi Ana Bella”.

Para todos los que la conocieron, fue simplemente Bella. Y es que sí, mi madre parecía tallada por la dulzura misma: piel clara como porcelana tibia bajo la luz del amanecer, cálidos ojos de cacao derretido que envolvían con ternura cada mirada, una sonrisa radiante y una cabellera castaña que caía como cascada de otoño.

En su juventud, asistió a clases de modelaje, donde lucía con gracia cualquier ropaje, como si cada tela se rindiera a su piel. Su caminar era una melodía de viento entre cañas, cadencioso y suave, con un tintineo de caderas que embobaba a quien la mirara. Los profesores, con pesar, lamentaban su estatura:

—Si poseyeses unos quince centímetros más, arrasarías en el certamen y serías la próxima Miss Venezuela.

Pero Bella no se rindió.

Ni la tumbó el peso de haber nacido en una casa de latón, entre doce hermanos y sólo una comida al día, logró apagar su luz. Dormían bajo techos que cantaban con cada lluvia, sobre colchones que eran piel sobre cartón tibio y sueños compartidos. Una noche, el miedo tomó forma de dientes húmedos y rasgó la pierna de mi tía. La pobreza tenía hambre propia.

Amaba ir a la escuela a pesar del inclemente sol de la tarde y esperaba a que su hermana llegara para prestarle el uniforme. Aun así, ese era su momento favorito del día, no por la escuela, sino por una amiguita que le compartía la mitad de su arroz con huevo. Ese arroz tenía el sabor de la amistad genuina, servido en la palma como si el mundo pudiera ser más justo a través de un pequeño acto de generosidad.

No importaba que tan difícil fuese la situación.

La tristeza la rozó, sí, pero no la tumbó. Se sacudió el polvo del desaliento y luchó por su futuro, sobreviviente digna de una infancia que dolía y formaba, logró titularse en mecanografía: un diploma que enmarcó con orgullo y que parecía brillar en la pared como una constelación propia.

Feliz de alcanzar sus metas, dejó su puesto como vendedora en una panadería y consiguió trabajo en una biblioteca. Archivaba libros como quien acaricia memorias ajenas, y su buena memoria le permitía encontrar el texto exacto que alguien necesitaba.

Los libros eran sus puentes de papel hacia mundos inexplorados, con cada página, se despojaba del polvo de los días difíciles para vestirse de aventuras prestadas. Muchas veces me dijo:

—Al leer, yo me hago una con el protagonista y vivo una nueva vida.

Se me arruga el corazón al pensar que, pronto, esa vida se torcería. Lo conoció una noche, al llegar Armando con sus amigotes, comprando alcohol, al local de licor que gracias al esfuerzo de mi madre y sus doce hermanos, construyeron. Transformaron la casa de latón a concreto, y con su pequeño negocio familiar vendían bebidas en las noches.

Fue allí que él apareció. Su voz tenía el tono del caramelo tibio, y sus palabras envolvían como bufanda suave en noche de frío. Pero no toda seda acaricia: algunas raspan por dentro.

Pulcro, gentil, armado de sonrisas y pequeñas ofrendas, Alberto fue hábil en cautivar. Sacaba a mi madre a pasear como quien presume una joya recién hallada. Y mi madre, inocente y ajada por una vida exigua, probó por primera vez la playa. Bajo ese cielo salino y en aquel restaurante junto al mar, pidió arroz con hígado encebollado, humilde manjar de su infancia. Alberto no se burló, la comprendió. Y con esa comprensión, la conquistó.

A pocos meses de conocerse, decidieron vivir juntos.

Luego de largos tratamientos, ella me dio a luz, dos años después de conocerse. Su felicidad, por primera vez, tenía rostro y cuerpo: el mío. Mi madre no había sentido esa dicha desde los días de arroz con huevo, compartido entre risas y un uniforme prestado.

La vida parecía por fin sonreírle.

Sus vecinos, amistades y familiares aplaudían su suerte. Aunque dejó su amado trabajo por mí, le gustaba la vida en casa. Y se decía que Alberto se había recompuesto desde que la conoció, que dejó el aguardiente, que ahora era un hombre hecho y derecho.

Pero los regalos comenzaron a desvanecerse con el tiempo, como hojas secas que no se notan hasta que el árbol está desnudo. Ella, acostumbrada a la escasez, no lo notó. Las salidas se apagaron y las palabras bonitas se evaporaron. Llegó la indiferencia, las llegadas tambaleantes, los gritos que quebraban la noche, las infidelidades envueltas en perfume ajeno…

Y lo peor: el primer ojo morado, como eclipse que anunciaba el fin de una era luminosa.

Con flores baratas y lágrimas ensayadas, él pidió perdón. Y mi abuela, con voz quebrada por sus propias grietas, le aconsejó quedarse:

—Bella, él es un buen hombre. Toma con él, mejor que lo haga contigo que en la calle. ¿Con una niña qué vas a hacer? ¿Dónde vas a vivir?

Le habló como si el dolor pudiera racionalizarse, como si romper fuera parte de amar. «Arréglate más, deja las amarguras. Verás que el tiempo me dará la razón. Una madre siempre sabe lo que será mejor para su hija»

¿De verdad lo sabía?

No fue su propia madre la que le rompió escobas en la espalda y le desvió la columna vertebral. O con cables abría heridas en sus pequeñas extremidades por un pocillo roto… No hay frase más manipuladora que esa: “Una madre o padre siempre querrá lo mejor para ti.”




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