Uno de los mayores engaños del enemigo es hacerles creer a las personas que no se deben entregar a Jesús por no ser perfectos ante Él. Así me sentía yo. Sentía que me faltaba mucho para ser cristiano. Quería serlo, pero sabía que antes debía cambiar muchas cosas en mi vida.
Hasta en una noche, andando con dos amigos, me hicieron la pregunta del millón:
—¿Qué te falta para bautizarte?
Sonreí como quien espera la pregunta y ellos añadieron:
—Primero era por tu papá, que no te dejaba, pero ya eres mayor de edad; ya tú decides si bautizarte o no. ¿Qué esperas?
Entonces respondí, buscando una justificación sincera:
—Yo no me bautizo porque aún tengo muchas cosas que cambiar. Aún soy muy pecador para bautizarme.
¿Cuántas veces nos hemos creído indignos delante de Dios? El hecho de creerse indigno delante de Jesús no está mal porque reconocemos su grandeza. Lo que está mal es no ir a Él. A Dios no le importa nuestra condición al venir a sus pies, pues su poder nos transforma.
Dios desea que cada uno venga como es: con sus problemas, sus vicios, sus cargas y sus anhelos; entonces nos da el descanso que espera nuestra alma. Ya lo dice Jesús a través de su palabra en el libro de Mateo:
Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
Mateo 11:28
Ellos sonrieron y me dijeron:
—Entonces, ¿qué va a hacer Jesús por ti? Hermano, Dios es el único que puede cambiar esas cosas en tu corazón.
Cuán ciertas eran estas palabras; solo Dios, a través de su Espíritu Santo, es el único que puede transformar un corazón manchado por el pecado.
De todos lados, Dios me mandaba señales para que me bautizara, las cuales no entendía ni sabía percibir con los ojos de la fe.
El Señor llama a cada persona de una forma especial; desde niño me llamaba y yo, algunas veces, le respondía, pero en otras me alejaba.
Al principio de querer ser parte del pueblo de Dios, mi papá no me dejaba serlo porque pensaba que en la iglesia se debía pagar para poder estar ahí. Luego, en mi adolescencia, conocí el mundo y algunos de sus placeres y me alejé de Dios; sin embargo, de vez en cuando asistía a la iglesia.
Cuando llegaron las pruebas de ingreso para entrar a la universidad, le pregunté a mi padre:
—Papi, ¿si yo obtengo la carrera de medicina, tú me dejas bautizarme en la iglesia y ser parte de ella?
Mi padre fríamente contestó:
—Cuando seas doctor. Entonces serás religioso.
—¡Candela! Pero son 6 años.
A lo cual me respondió con otra respuesta aún más fría, la cual no recuerdo.
Por ese tiempo, en mi ser estaba experimentando el poder de Dios. Fui cambiando muchas cosas que estaban mal, pero eran normales para mí. Todo gracias a Dios, que trabajaba en mi corazón silenciosamente. Estaba leyendo la Biblia día tras día y no me perdía un culto en la iglesia; ya no salía a fiestas y las bebidas alcohólicas no llamaban mi atención. Los sábados asistía a la iglesia y trataba de guardar el sábado lo más correctamente posible. Fue en ese tiempo que mis dos amigos me hicieron esa pregunta que cambió mi vida.
Un sábado, luego del culto, mi papá me dijo que teníamos que ir a la montaña a recoger leña para cocinar. Yo, que en ese tiempo había leído Números 15:32-36, en el cual habían encontrado a un hombre recogiendo leña en sábado y lo habían apedreado, no quería ir porque pensaba que me sería contado como pecado; obviamente aún no sabía el verdadero significado del sábado.
En contra de mi voluntad, subí con mi padre a la montaña; bajamos luego los dos con dos sacos llenos de leña. Entonces mi padre me envió a mí solo después a buscar otro saco. Molesto, no quería ir; sin embargo, no había algo que mi padre me mandara a hacer que yo no hiciera.
Lo que pensé que era un castigo resultó ser una bendición...