**Capítulo 27: Descubrimientos y una llamada**
El túnel era interminable, o al menos lo parecía. El eco de nuestros pasos resonaba en la oscuridad, amplificado por el silencio absoluto que nos rodeaba. La luz tenue de nuestras linternas apenas alcanzaba para guiarnos, pero no podíamos darnos el lujo de detenernos.
—Esto no tiene fin, ¿verdad? —murmuré, más para mí misma que para Leonardo.
—Siempre hay un final, Andrea. Solo hay que encontrarlo. —respondió con una seguridad que me resultaba reconfortante.
Tras lo que parecieron horas, llegamos al final del túnel. Frente a nosotros, una pared de metal bloqueaba el paso, sólida e imponente. Leonardo se acercó primero, palpando la superficie fría con las manos.
—Debí traer el martillo. —murmuró con frustración mientras golpeaba ligeramente la pared con el puño cerrado.
—No hará falta. —contesté, notando una pequeña esquinita levantada en la base de la pared. Era similar a la que habíamos forzado para entrar al túnel. Me agaché para inspeccionarla más de cerca.
Leonardo me observaba en silencio, expectante. Sin dudarlo, apoyé ambas manos en la placa metálica y empujé con todas mis fuerzas.
—Ayúdame —pedí, y él no tardó en unirse al esfuerzo, empujando y dando patadas con una energía renovada.
La resistencia de la pared cedió antes de lo esperado. Con un estruendo metálico, la placa se desplomó hacia el otro lado, arrastrándonos con ella. La caída fue más brusca de lo que imaginé. Leonardo cayó primero al suelo y yo lo seguí, aterrizando sobre el borde filoso del metal. Sentí un ardor agudo en el brazo, seguido de un dolor palpitante.
—¡Maldición! —solté mientras llevaba la mano libre a la herida.
—¿Estás bien? —Leonardo estaba ya de pie, extendiendo su mano para ayudarme.
—Sí, fue solo un rasguño. —mentí, tomando su mano para levantarme. Una punzada de dolor recorrió mi brazo, pero apreté los dientes. No quería que se preocupara más de lo necesario.
Mientras Leonardo me observaba, recogí nuestros teléfonos del suelo con el brazo que tenía libre y le entregué el suyo.
—Tenemos que acabar rápido aquí para limpiarte la herida. —dijo, su tono lleno de preocupación.
—Es superficial, no es para tanto. —intenté restarle importancia, mirando la línea roja que comenzaba a teñir mi piel.
—Pero sigue siendo una herida. —respondió con firmeza, sin apartar la vista de mi brazo.
—No es grave. —insistí, mientras ignoraba el dolor que seguía punzando en mi brazo.
Leonardo no dijo nada más, pero su mirada preocupada lo decía todo.
La luz tenue de nuestros teléfonos revelaba un espacio más amplio, un ambiente que parecía tragarse los ecos de nuestros pasos. Las paredes estaban cubiertas de óxido, y el techo, en lugar de algo sólido, estaba plagado de tuberías rotas, sucias y enredadas con telarañas. Había algo profundamente inquietante en este lugar, como si no fuéramos los primeros en atravesar la barrera metálica que nos trajo aquí. Un escalofrío recorrió mi espalda, pero me obligué a concentrarme.
Observé la oficina con detenimiento: parecía abandonada desde hacía años, casi como si hubiera sido olvidada por el tiempo. En las esquinas opuestas había dos archiveros metálicos, ambos oxidados. Uno estaba inclinado hacia la pared, con las gavetas casi cerradas, y el otro estaba cerca de la puerta clausurada, apenas apuntando hacia ella, como si estuviera colocado ahí a propósito para desviar la atención. El suelo estaba cubierto de hojas amarillentas, algunas pegadas por la humedad. Claramente, el agua de lluvias pasadas había encontrado su camino hasta aquí, filtrándose por las tuberías rotas.
Mientras Leonardo se agachaba a revisar las hojas esparcidas por el suelo, yo continué inspeccionando el lugar. Había una maceta grande con un bonsái que, por un momento, me sorprendió por su aparente buen estado. Sin embargo, al acercarme, confirmé que era artificial. Me giré para ver una mesa de escritorio que parecía haber sido desmantelada; una de sus gavetas estaba a punto de caerse, y la otra simplemente no estaba. En su lugar, había un hueco vacío que parecía gritar su ausencia. A un lado, un cesto de basura pequeño y roto descansaba en el suelo, lleno de papeles arrugados y húmedos como las hojas del suelo.
—Creo que esto pertenece ahí —dijo Leonardo de repente, llamando mi atención.
Lo miré y vi que sostenía la gaveta faltante de la mesa.
—¿Dónde la encontraste? La oficina no es tan grande, y no la vi en el suelo. —Mi curiosidad aumentó mientras lo veía acercarse.
—Estaba en el baño, dentro de la bañera. —Leonardo señaló un hueco rectangular en la pared, donde aparentemente había estado esa puerta.
—No me fijé en eso —admití, observando cómo colocaba la gaveta sobre la mesa. Dentro, solo había dos expedientes aparentemente vacíos y un pisapapeles.
—¿Encontraste algo más ahí dentro? —pregunté mientras examinaba los documentos.
—Nada interesante. Tuberías rotas, ausencia de inodoro, lavamanos, ventanas... Es como si fuera un baño en construcción desde hace mil años. —Suspiró y miró las hojas en el suelo antes de añadir—: Tampoco encontré nada útil en esas hojas.
El silencio se instaló entre nosotros mientras yo revisaba los expedientes y Leonardo inspeccionaba el pisapapeles. De repente, un eco nos sacudió.
—¡Leonardo, Andrea, deben venir rápido! —La voz de Kira retumbó en el túnel, tensa y urgente.
Nos miramos por un instante.
—Ve tú, me quedaré revisando los archiveros y el cesto. —Señalé el pequeño cesto roto y el archivero cercano.
—Ni loco te dejo sola. —Leonardo se acercó a la entrada del túnel y gritó—: ¡Vamos en un momento!
—¡No tarden! —respondió Kira.
Leonardo y yo nos dividimos para revisar los archiveros, pero ambos estaban vacíos.
—Aquí no hay nada —dije, frustrada, alejándome del mío.
—En este tampoco. —Leonardo señaló el archivero junto a la puerta antes de mirar hacia el bonsái.
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Editado: 05.12.2024