**Capítulo 31: Autor de tres notas y la llamada de Zafiro.**
La habitación se sentía más grande, más fría, más vacía. Mi cuerpo estaba encogido en el rincón junto a mi cama, las rodillas pegadas al pecho y las lágrimas cayendo incesantemente por mi rostro. Por más que intentara detenerlas, simplemente no podía. Mis manos temblaban mientras intentaba secarlas, pero nuevas gotas reemplazaban a las anteriores.
Cristina Smith no era mi madre biológica, pero la había querido profundamente. Por más mentiras que me hubiera dicho, por más secretos que guardara, había sido la mujer que me crió, que estuvo a mi lado en tantos momentos de mi vida. Sí, cometió errores, pero... ¿quién no? Nunca la odié. Nunca le desee la muerte.
El peso de la culpa me aplastaba. Sentía que todo era mi responsabilidad. Jackson, Emery, y ahora Cristina... Todos estaban muertos. Y todo se remontaba al mismo asesino, esa sombra que me perseguía, pidiéndome algo que ni siquiera sabía.
Me limpié las lágrimas de nuevo, aunque sabía que volverían. Pero esta vez no me permití quedarme inmóvil. Me puse de pie, tambaleándome ligeramente y cogí el teléfono en mis manos. Ya era hora de hablar. No podía seguir dejando que el miedo o el dolor me detuvieran, no cuando alguien más podría ser el próximo. Fabricio estaba en peligro como los demás, incluso yo; los mensajes del asesino eran claros en sus insinuaciones. No ha parado de enviarme mensajes a mi teléfono desde que fui al entierro.
Bajé las escaleras con pasos lentos, casi pesados. Cada peldaño era como un recordatorio de la carga que llevaba encima. Dudaba de si era el momento adecuado. Apenas habían pasado unas horas desde el entierro de Cristina. ¿Debería darle a Fabricio más tiempo para procesar su dolor? Pero también sabía que no podía seguir postergándolo. Tenía que haber una manera de detener esto, de salvarlo, de salvarnos.
Cuando llegué al final de las escaleras, lo encontré en la sala. Estaba sentado en el sofá, frente al televisor apagado, con la mirada perdida. Las lágrimas corrían silenciosamente por sus mejillas, como si ni siquiera las notara. Mi pecho se apretó al verlo así. No importaba cuánto enojo sintiera hacia él por las mentiras, seguía siendo la única figura paterna que conocía.
Me acerqué en silencio, sintiendo que cada paso hacía más pesada la atmósfera. Finalmente, me senté a su lado en el sofá. No dije nada al principio, ni él tampoco. Ambos estábamos atrapados en nuestros propios pensamientos, enredados en una maraña de culpa, tristeza y recuerdos.
Respiré hondo, sintiendo que mi pecho temblaba.
—Sé que no es momento, pero estoy cansada de tantas mentiras y secretos. —Mi voz salió baja, ronca, cargada de todo el llanto acumulado.
No se movió al principio. Su mirada seguía perdida, fija en algún punto inexistente frente a él. Me armé de valor y lo miré, buscando alguna señal de reacción. Su rostro estaba marcado por el dolor, por el peso de la pérdida.
Tragué saliva y añadí:
—¿Puedes entenderme un poco cuando te digo que quiero saber la verdad?
Sus ojos finalmente se movieron hacia mí. Estaban hinchados y enrojecidos, y aunque no dijo nada de inmediato, vi en ellos algo que nunca antes había visto tan claramente: arrepentimiento.
El silencio se rompió antes de lo esperado. Apenas habían pasado unos segundos desde mi pregunta, cuando comenzó a hablar. Su tono era bajo, cargado de una tensión que parecía a punto de romperlo.
—Ese hombre quiere la ubicación de la muestra del virus que los Belrose crearon hace años. —Su voz era grave, y no apartaba la mirada del suelo—. Está detrás de ti porque tiene razones suficientes para afirmar que tú conoces la ubicación.
Se pasó las manos por la cara, secándose las lágrimas con torpeza, pero sus hombros seguían temblando ligeramente.
Mis pensamientos se arremolinaron al instante. ¿Que yo conozco la ubicación de qué? Nada de eso tenía sentido para mí. Fruncí el ceño, pero me obligué a mantener la calma.
—No conozco la ubicación de ninguna muestra de ningún virus, y no conozco a ningún Belrose. —Respondí firme, aunque mi interior temblaba.
Él no respondió de inmediato. Sus manos descansaban en sus rodillas, entrelazadas con fuerza, como si necesitara algo a lo que aferrarse. Finalmente, con un suspiro, habló de nuevo.
—No sé mucho sobre eso, pero las respuestas están en los informes de los Belrose.
—¿Por lo de la nota de tu despacho, no? —Pregunté, con un nudo formándose en mi garganta.
Era una suposición, pero tenía sentido. La nota del despacho mencionaba los informes que había que encontrarlos en la habitación infantil del laboratorio y lo único que encontramos Leonardo y yo fueron dos expedientes de cartulina laminada aparentemente vacíos. Dentro debían estar al menos una hoja que fueran los informes. Y además, sabía que la nota que había encontrado en su despacho tenía una caligrafía diferente a la de las que había recibido yo. Todo apuntaba a que no eran de la misma persona.
—No. —Su respuesta fue rápida y contundente—. Antes de esa nota, hubo dos más.
Lo miré, confundida. ¿Dos más?
—La primera llegó cuando estabas a punto de cumplir seis años. La segunda, a tus diez años. Y ahora, esta, a tus diecisiete, casi dieciocho. En las tres, mencionan los informes.
Me armé de valor para seguir preguntando, aunque mi voz temblaba ligeramente así como mis manos.
—¿Quién envía la nota del despacho junto al medallón y las otras dos primeras que dijiste?
Fabricio levantó la cabeza. Sus ojos, cargados de una tristeza profunda, se encontraron con los míos.
—Tu padre.
Mi mundo se tambaleó. Sus palabras fueron tan directas, tan naturales, que no supe cómo reaccionar al principio. El aire se sentía más pesado, y tuve que obligarme a respirar.
—¿Mi....?
Mi voz quedó interrumpida por el sonido de un teléfono. Mi atención se dirigió de inmediato al aparato en mis manos, donde un mensaje de Zafiro apareció en la pantalla. "¡Responde rápido! Es cuestión de vida o muerte".
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Editado: 05.12.2024