Érase una vez… Sí, esta historia inicia así, como un clásico cuento de princesas donde el amor triunfa y todos son felices para siempre. Aunque debo decir que lo único clásico de este cuento es su inicio. La historia que contaré es muy vieja, casi olvidada. Solo las ancianas la recuerdan, aquellas que cargan los años en los ojos y las penas en el alma, esas que nadie escucha porque la caja parlanchina tiene cosas más llamativas.
Fue en una tierra lejana, sin nombre, que pudo estar ubicada muy al norte de donde vives o quizá justo a la vuelta de tu esquina. Lo único que realmente importa es que allí existía un mar hermoso, de aguas verdeazuladas que llegaban con calma a la costa, bañando la arena blanca. Este mar siempre estaba en calma y lleno de vida, y su cielo, despejado, era una copia viva de su color. Incluso en las cansinas tardes, cuando el sol se ocultaba y sus ardientes llamas se extendían sobre la acuosa superficie, su azul solo se intensificaba, desafiando al astro dominante.
Pero fue una fría tarde de invierno cuando todo cambió. Las grandes nubes, descendidas de las sierras nevadas, cubrieron el cielo con su negrura y embravecieron las olas del pacífico mar. Este, violento, golpeaba los riscos que se alzaban imponentes con sus vírgenes rocas desafiando el mundo. Y fue allí, en la parte más frágil de un risco, donde una fina grieta, formada durante largos años, terminó cediendo ante la furia del agua. En cuestión de segundos, el risco se desmoronó y quedó hecho escombros.
Las rocas cayeron con estrépito y el polvo se alzó, arremolinado por el viento de la tempestad. El agua no detenía su furia, pero cuando la nube de polvo se disipó, finalmente se reveló el secreto que el risco había resguardado por años. Donde antes solo había una oscura pared de roca, ahora se alzaba un gran trono de piedra tallada. Sentada en él, una dama de largo vestido parecía dormitar a pesar de la tormenta.
Ella era una princesa, o al menos así la llamaron los navegantes que presenciaron su aparición. ¿Cuál era su reino? ¿Quién era su pueblo? La respuesta era sencilla, al menos para los marineros, pues ellos fueron los únicos testigos. Aquella dama de rostro pétreo y mirada firme era la Princesa sin Reino. El risco no pertenecía a ninguna nación, ningún rey lo reclamaba, tampoco ningún agricultor. Aquellas formaciones rocosas eran solamente del mundo, un punto olvidado del planeta que nadie recuerda, pero tampoco olvida.
La Princesa sin Reino despertó de su sueño, se puso de pie dejando su trono de roca y enfrentó la tormenta. Con ambas manos en alto, intentó calmar al mar, pero era obvio que una criatura indomable no obedecería a un mortal. Aun así, la princesa no se rindió. Con los brazos extendidos, abrió sus ojos, revelando un brillo lunar en ellos, una luz tan intensa como la de una estrella, capaz de atravesar la oscuridad de la niebla. Permaneció inmóvil en su sitio hasta que la tormenta cesó. Solo cuando el mar volvió a la calma y el cielo recuperó su color, la princesa regresó a su trono y finalmente descansó. Cerró sus brillantes ojos y volvió a dormitar.
Pero aquel invierno el mar fue cruel. Los marineros sucumbían ante su poderío; muchos se perdían en sus aguas sin saber cómo encontrar el puerto, mientras otros encallaban contra los riscos. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que, en cada tormenta, la Princesa sin Reino despertaba. Se alzaba en su risco, con las manos levantadas hacia la tormenta y sus brillantes ojos abiertos, como si esperara el regreso de todos sus marineros.
Así transcurrieron los años, hasta que el cansancio comenzó a mellar en la pobre princesa. Las rocas y caracolas se fueron adhiriendo a sus ropajes, y con el paso del tiempo, dejó de abandonar su lugar. Permaneció en su trono, esperando el regreso de sus marineros, hasta que su cuerpo se fusionó con la roca. Su piel se petrificó, pero sus ojos continuaron brillando eternamente, guiando a los barcos en la noche.
Hoy en día, nadie recuerda la historia de la Princesa sin Reino, la guía de los marineros, la que, por amor a ellos, entregó su vida para que siempre encontraran el camino de regreso a casa.