Escucho el ruido de mi familia, la música suena alegre por la casa, los más felices son mis primos, que esperan con ansias abrir los obsequios que, bajo el árbol, lucen vistosos. Los observo desde un rincón del salón que está a oscuras, y el árbol brilla en un hermoso color azul. No me canso de mirarlo, pues me llena el pecho de calidez. Miro a mi familia sonreír y moverse con gran agilidad mientras se alistan para la cena navideña. La pena invade mi pecho. Visto completamente de negro, tal vez no sea un bonito color para la Navidad, pero así mantengo en pie el duelo por la muerte de mi abuela.
Cómo olvidar las navidades con ella, la única sonrisa que siempre estaba en mis mejores y peores momentos. Las lágrimas pican en mis ojos, no quiero llorar, he llorado mucho los últimos días pensando en que este año ella ya no estará aquí, ya no sonreirá con la música, ya no entregará los regalos, ya no me abrazará a las doce, ya no veré aquella sincera mirada nunca más.
Los arreglos acaban y la cena comienza. El brindis y las risas no se hacen esperar, mi familia come y canta alegremente celebrando el día. El delicioso olor de la comida hace rugir mi estómago, miro mi plato sin poder siquiera sonreír. Nadie de mi familia parece fijarse en lo que siento, pareciera no sentir la muerte… Respiro hondo mientras la celebración avanza y el olor del chocolate caliente se esparce en el ambiente… Y ahí está. Veo unos ojos brillosos observarme desde la ventana. En esos ojos veo pena, frío, tristeza y soledad. Me levanto de la mesa, mi familia no se percata de mi ausencia, pues están atentos a la canción que mi hermana canta por las fechas.
Asomo la cabeza por la ventana y veo a un hombre anciano caminar con pesadez hacia la acera de enfrente. Carga un cartón viejo, su ropa roída por ratones y sucia por su forma de vida evidencian la realidad, la realidad a la que muchos se enfrentan cada Navidad.
Cierro las cortinas y corro hacia la cocina. Aún hay comida. Agarro dos contenedores y sirvo un plato de cena de Navidad en ambos. Meto los contenedores en una bolsa junto con una manta que nadie de la familia usa o recuerda. Paso por el salón como si fuera invisible, a nadie le interesa la triste chica vestida de negro con lágrimas en los ojos, pues para ellos solo quiere llamar la atención.
Al salir, busco al viejo hombre y lo encuentro al frente de la acera, sentado en su cartón. Me acerco lentamente y sus ojos se enfocan en mí. Desde acá afuera puedo ver que tiene un bonito color marrón, casi dorado.
—Ya me voy en un rato, señorita —me dice con voz ronca, con aquella pesadez digna de muchos años en la tierra.
—No lo haga —respondo mientras me siento a su lado—. Cene conmigo.
El hombre me sonríe, le alcanzo un contenedor y yo tomo el otro. Y ahí, en aquella fría noche del 25 de diciembre, ambos sentados en un viejo cartón bajo la fija mirada de las estrellas, cenamos como grandes conocidos. Mi dolor poco a poco se esfuma y la paz lo reemplaza.
De un momento a otro, el hombre me pregunta la razón por la que decidí dejar a mi familia y cenar con él.
—No me siento cómoda ahí, extraño a mi abuela. Ella murió hace dos meses y fue la única de la familia que demostró que yo era importante.
Finalmente, una lágrima recorre mi mejilla y no la oculto. El hombre queda en silencio. Levanto la mirada al cielo para dejar de llorar. Las campanas que marcan las doce retumban en las casas y la pirotecnia no se hace esperar.
—Feliz Navidad —le digo, y su rostro me mira con una paz increíble.
—Feliz triste Navidad —me responde con una sonrisa que me llena de dicha.
—Feliz triste Navidad —respondo, asintiendo con una sonrisa enmarcada en el sabor salado de mis lágrimas.
El hombre se levanta mirando al cielo, me levanto junto a él. El cielo brilla con la pirotecnia de colores. Siento una mano sobre la mía. Volteo a ver al hombre, pero él ya no está. Me observan unos amorosos ojos marrones y una sonrisa sincera. Sus manos me agarran con cariño mientras la otra limpia mi rostro.
—No llores, mi niña, todo está bien. Siempre pasaré Navidad contigo.
Vuelve a acariciar mi rostro mientras la mano de mi abuela se desvanece. Sonrío para ella sin poder detener las lágrimas.
—Te quiero —logro decir antes de que desaparezca por completo.
Vuelvo a quedar sola en la calle. Me seco las lágrimas y me dirijo a casa, pero antes de entrar, dirijo una última mirada al firmamento.
"Feliz triste Navidad, abuela."
El destino y la vida siempre van de la mano, pero uno no elige ni la vida ni su destino. En un vasto mundo con tantos secretos escondidos a la vista, muchos ignoran y olvidan relatos que se pierden en la brisa. Mi tiempo, por ahora, se ha acabado y debo migrar a otro paraje.
Ahora sí eres libre de mi nombre gritar, pueden invocarme en cualquier sitio que ahí yo he de llegar. No importa la hora o el temporal. Yo soy el viento que siempre te ha de acompañar
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