Angélica, misión amor

Enfermo

La absurda discusión con el profesor Agustín desgastó mentalmente a Javier, que ignorando la orden recibida, abandonó el salón con la intención de marcharse de una vez de la escuela. Angélica, al ver que este se dirigía a la salida, corrió para alcanzarlo.

—¿A dónde vas? ¿Recuerdas que te mandaron a la dirección?

Este no detuvo su paso y siguió avanzando. Ofendida por el desdén, Angélica alzó la voz y comenzó a brincar alrededor suyo para provocarlo.

—¡Oye! ¡Ey! ¿Me escuchaste? ¡Te pregunté a dónde estás yendo! 

La provocación casi sacó de quicio a Javier, pero como no quería volver a ser tratado como loco, decidió colocarse los audífonos y poner la música a todo volumen con tal de ensordecerse. Su acción ofendió bastante a Angélica, que dejó de brincar y se plantó frente a él para confrontarlo.

—¿Acaso me estás ignorando?

A pesar de tener a Angélica frente a su camino, Javier no detuvo el paso, dispuesto a atravesarla. «Si eres un fantasma o un producto de mi imaginación, supongo que no pasará nada si avanzo», pensó, mirándola fijamente.

—¿Qué dijiste? —exclamó Angélica, preocupada por la determinación de “su protegido”

Aun sabiendo que era un ente incorpóreo, ella no estaba dispuesta a averiguar qué sucedería si ese humano la atravesaba, así que se hizo a un lado para dejarlo pasar. 

Javier sonrió triunfante al ver que ella se apartaba y siguió avanzando hacia la salida. Cuando llegó la puerta, el prefecto lo detuvo.

—¿A dónde vas, muchacho? Las clases aún no han terminado —dijo tajante.

En ese punto, el chico pensó: «¡Arg! Olvidé que este idiota se pone perro y no deja salir a nadie. Tendré que inventarme algo para que abra la puerta».

Fue así que puso una cara lastimera y talló su estómago, para después responder con voz entrecortada.

—Me duele mucho el estómago y el profe Agustín me dio permiso de para irme a mi casa.

El prefecto Urbina, que ya conocía las mañas de Javier, entrecerró los ojos para escanearlo con la mirada y después señaló con desdén.

—Muy listo, joven Pacheco, pero yo te veo bastante saludable.

Ante la actitud inflexible de esa persona, Angélica se acercó para convencer a Javier que desista de sus intenciones.

—¡Oye! Dudo que ese hombre nos deje salir, ¿por qué no mejor te arqueas para que te crea? —sugirió esto último de modo sarcástico.

Javier la miró con incredulidad y le contestó mentalmente: «Yo sé lo que haré, no tienes que intervenir».

—Mire, prefecto, si no quiere creer que estoy enfermo, toque mi frente —dijo mientras se agachaba para estar a la altura del hombre.

Sorprendido por el repentino movimiento de Javier, el prefecto cruzó los brazos y replicó sarcásticamente:

—¿Acaso piensas que nací ayer, muchachito? Primero me sales con que tienes dolor de estómago y ahora me pides que te tome la temperatura.

Dispuesto a salirse con la suya, Javier insistió en su mentira:

—Me duele el estómago y tengo fiebre.

Angélica, sorprendida por el descaro de su “protegido” para mentir frente a una autoridad, lanzó un exhorto más enérgico.

—¡Oye! ¡Te van a expulsar si mientes de nuevo!

—No estoy mintiendo —replicó Javier en voz alta, para que Angélica lo escuchara bien.

En tanto, el docente frunció el ceño, incrédulo por la insistencia de ese “alumno problemático”, para después acercar su mano a la frente. Al comprobar que efectivamente la temperatura de Javier era bastante elevada, exclamó con preocupación:

—Vaya, sí que estás hirviendo, ¿cómo es que sigues aquí? ¿Ya le hablaste a tu mamá? 

—No se preocupe, puedo irme caminando. Vivo cerca —respondió Javier, actuando débilmente.

La actitud lastimera de Javier causó pesar en el prefecto, que insistió.

—¡No! Ahora mismo le pido a Martín que me supla y te llevo a casa, ¿ok?

El cambio de actitud del prefecto sorprendió a Angélica, que no esperaba que la treta de Javier hubiera funcionado perfectamente.

—¡Oye! ¿Cómo hiciste para fingir la fiebre? Ni siquiera cruzamos por el sol —preguntó intrigada.

En tanto, Javier se dirigió al docente y continuó con su actuación.

—No se preocupe, prefecto, le digo que estoy…

Antes de terminar con la frase, apareció el compañero del prefecto Urbina y este le dijo rápidamente.

—¡Martín! Quédate en la puerta por un rato, voy a llevar a Javier a su casa. Está enfermo.

Este escaneó con la mirada a Javier, para comprobar lo que su compañero decía, pero al ver la expresión débil del alumno, resopló de decepción y respondió.

—Bien, yo me quedo.

Conforme con la respuesta de su compañero, el prefecto Urbina tomó sus cosas e hizo una señal a Javier para que lo acompañara al estacionamiento. El muchacho estaba a punto de celebrar que había engañado al docente, cuando la voz del profesor Agustín hizo eco en el pasillo.

—Joven Pacheco, le dije que vaya a la dirección.

Angélica, que ya había resoplado de alivio por el éxito del atrevido plan, suspiró de decepción y señaló con ironía.

—¡Vaya! Sí que tienes mala suerte, amigo. Tengo que reconocer que llegaste bastante lejos con tu actuación. 

«¡Arg! ¡Cállate!», gruñó el muchacho mentalmente, frustrado porque su plan había sido arruinado por la presencia de ese profesor fastidioso.

En tanto, el prefecto Urbina lo miró confundido y, antes de cuestionar a Javier lo que estaba pasando, el profesor Agustín llegó hasta ellos.

—¿Quién te dijo que debes salir de la escuela? Te ordené…

—Profesor, Javier está enfermo —intervino el prefecto.

 




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