Anna Holloway

Nueve

La noche estaba en su punto más oscuro cuando Anna, envuelta en una mezcla de curiosidad y sospecha, salió de su casa. Los movimientos extraños de Ethan y Liam, su comportamiento evasivo y sus continuas desapariciones la habían estado atormentando por días.

Los había observado durante horas: en los entrenamientos corrían con más velocidad que antes, la fuerza de ambos había ido en aumento, no les gustaban los mismos olores que antes y durante esa semana habían actuado más raro todavía. Harta de esos comportamientos sin explicaciones, decidió buscar respuestas por si misma: los seguiría.

Sigilosamente, Anna caminó por las calles casi desiertas, siguiendo las sombras de Ethan y Liam. Había algo en su andar, en la manera en que se adentraban al bosque, que la inquietaba profundamente. “¿Qué están escondiendo?” se preguntó, apretando el abrigo alrededor de sí misma mientras la nieve crujía bajo sus botas.

A medida que avanzaba, el paisaje cambió. Las luces del pueblo desaparecieron detrás de los árboles, dejando únicamente la luna para iluminar el camino. Los ruidos del bosque eran inquietantes: ramas crujientes, el murmullo del viento, y a lo lejos, el sonido de un arroyo. Pero Anna no se detuvo. Se mantuvo a una distancia segura, asegurándose de que no la vieran.

Finalmente, llegaron a un claro. Ethan y Liam se detuvieron, intercambiando palabras que Anna no alcanzó a escuchar. Pero lo que vio a continuación la dejó sin aliento.

Ambos comenzaron a desvestirse hasta quedar con lo mínimo, sus cuerpos tensos y alerta. Antes de que pudiera procesar lo que estaba pasando, los dos se agacharon, sus huesos empezaron a crujir y cambiar, sus formas humanas distorsionándose y estirándose. En cuestión de segundos, donde antes estaban sus amigos, ahora se alzaban dos enormes lobos. Uno negro como la noche y el otro de un gris plateado que brillaba bajo la luz de la luna.

Anna sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Retrocedió, un pequeño grito escapándose de su garganta antes de cubrirse la boca. Pero no fue lo suficientemente rápida. Ambos lobos giraron sus cabezas al mismo tiempo, sus ojos brillantes como antorchas enfocándose en ella.

“¡No!” murmuró Anna, sintiendo el pánico apoderarse de ella. Sin pensar, dio media vuelta y salió corriendo, el sonido de sus propios pasos en la nieve siendo el único eco que llenaba sus oídos. Su corazón latía con fuerza, sus pensamientos eran un torbellino. ¿Qué son? ¿Qué está pasando? ¡Son lobos, son peligrosos! ¿Qué diablos hice?

Detrás de ella, escuchó el ruido de ramas quebrándose y el sonido de algo pesado corriendo en su dirección. Me están siguiendo, pensó, y el miedo la empujó a correr más rápido.
Anna no sabía a dónde iba, solo sabía que necesitaba alejarse y rápido. Sus piernas la llevaron hacia el lago congelado, un lugar que solía asociar con tranquilidad. Pero esta vez, todo era diferente. El viento era más frío, y las sombras de los árboles parecían moverse como si intentaran atraparla.

Al llegar al centro del lago, se detuvo, su pecho subiendo y bajando mientras trataba de recuperar el aliento. Giró la cabeza, esperando verlos, y ahí estaban. Ambos lobos salieron del bosque, sus siluetas enormes bajo la luna. Ethan, el lobo gris, avanzó lentamente, sus ojos tratando de transmitir calma, pero Anna solo podía ver peligro. Esos no eran sus amigos, sus amigos eran humanos comunes y corrientes, pensó. Esas criaturas… no podían ser ellos.

—¡Aléjense!— gritó, su voz temblorosa. Dio un paso atrás, y luego otro, sin darse cuenta de que el hielo bajo sus pies era más delgado que en la orilla.

Liam, el lobo negro, dejó escapar un gruñido bajo, pero no avanzó. Parecía estar luchando contra su propia naturaleza, como si quisiera acercarse y alejarse al mismo tiempo. Ethan giró su cabeza hacia él, como si le estuviera pidiendo algo, pero Anna no podía entender lo que estaba pasando.

—¡Déjenme en paz!— gritó de nuevo, dando otro paso hacia atrás. Fue entonces cuando el hielo crujió.
El sonido era inconfundible, como un gemido profundo que resonó en el lago. Anna se congeló, literalmente y figurativamente. Miró hacia abajo, sus ojos ensanchándose cuando vio las pequeñas grietas extendiéndose bajo sus pies.

—¡No! —exclamó, pero era demasiado tarde. El hielo se rompió con un estruendo, y el agua helada la envolvió por completo.

El frío era insoportable. Anna luchó por mantenerse a flote, pero la corriente bajo el hielo era fuerte, arrastrándola hacia el centro del lago. Gritó, pero sus palabras quedaron atrapadas bajo el agua. El mundo se volvió oscuro y silencioso, excepto por el sonido del agua golpeando en sus oídos.

Desesperada, Anna intentó nadar hacia la superficie, pero el hielo roto la mantenía atrapada. Miró hacia arriba, hacia el borde del lago, y allí, en la oscuridad, vio algo que nunca había imaginado: una figura emergiendo de las profundidades del agua.
Era una mujer, pero no como ninguna que hubiera visto antes. Con piel escamosa que brillaba débilmente, la figura apareció, sus ojos resplandecían con un brillo plateado que cortaba la oscuridad. Su cabello largo y lleno de algas flotaba como si estuviera vivo, y sus movimientos eran fluidos, etéreos.

Anna, aterrada, gritó con todas sus fuerzas, pero apenas pudo emitir un sonido. El aire se le escapó de los pulmones como una burbuja, y con ese último esfuerzo, su cuerpo se desplomó. El agua la envolvió
completamente, y la figura de la mujer la miró fijamente, como si comprendiera la desesperación de la joven.
En un murmullo que parecía resonar desde el fondo del lago, dijo:
—No tienes tiempo.

El hielo sobre la superficie crujió y se resquebrajó aún más, dejando ver cómo el agua la tragaba lentamente. Anna, luchando por mantener los ojos abiertos, intentó gritar, pero no pudo. La presión bajo el agua la estaba asfixiando, y el frío la estaba despojando de sus fuerzas. En el último instante, cuando su conciencia comenzaba a desvanecerse, vio cómo la mujer estiraba una mano hacia ella, como un último intento de salvarla.




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