Cambridge, Inglaterra. 12 de Junio de 1820
Miró la hierba del jardín mojada por la última llovizna y bebió un sorbo de té mientras contemplaba las gotas de los charcos saltando hacia las aceras al pasar un carruaje sobre ellos, y volvían a su mente una y otra vez las palabras de aquella carta.
La llevaba doblada, atada con su viejo cordel dentro del saco de terciopelo que llevaba en su cintura. Podía sentirla a través de la tela y sus palabras ardían en su memoria tan fuerte como un címbalo que retiñe. Había memorizado trozos de ella y en aquellos días tan difíciles sus frases se colaban en sus pensamientos sabiendo que quizás podían cambiarlo todo en apenas unas millas de viaje. Había decidido aquel día frente a sus manos consumidas apretando las suyas tan fuerte que nunca recurriría a ella. Su convicción había sido inquebrantable, pero la situación había cambiado y sacudía demasiado su determinación. Su orgullo férreo se deshacía ante su corazón partido y oír su voz rimbombante y ajena a tanto dolor, solo dejaba paso a una humillación demasiado grande.
Amaba a Walter, no había duda, pues a pesar del daño tan profundo que le había hecho, su dolor inmenso escarbaba a través de los meses, los años y llegaba hasta aquella cama, al lecho de su padre y su mano apretando el papel con fuerza.
Nunca había sido la soltería su primer plan. Había hecho su presentación en sociedad con todas las ilusiones del mundo a que en alguno de esos salones de baile encontraría un hombre del cual llegara a enamorarse, que ansiara verle, que sus palabras fueran elegidas e inteligentes, que no se aburriera con sus comentarios literarios ni que estuviera envuelto en una cortina de humo encerrado en aquellos salones masculinos horas enteras. Imaginaba un esposo de corazón noble, con quien disfrutar una buena caminata, una puesta de sol y hasta un abrazo tierno, que la amara así como era, sin más ni menos.
Los años y las temporadas se habían hecho cargo de enseñarle dos cosas importantes. La primera, que esos hombres no existían o estaban en otra parte del mundo; la segunda, que pocos se habían interesado en ella. No era de belleza imponente como lo era Brooke, ni tenía padres adinerados como Amy que prometieran un futuro acomodado. Contaba con una modesta dote que su padre había guardado para ella, con algo de dinero que John había sumado y una pequeña casa en Bath que su tía Anne le había prometido. Volvió a percibir el bolso escondido entre sus ropas y movió su cabeza en negativa como si se repitiera que aquella no era una opción.
Podía recordar su primera temporada, ella, Jane y sus amigas vestidas de claros vestidos, cabellos perfectos, la sonrisa plena y estirada de labios gruesos en su rostro blanco porcelana, refulgente de ilusión y ansiedad. Así tan prometedor como lo había soñado, había sido un completo desastre. Apenas algunas invitaciones a bailar, una que otra conversación mediocre con algún muchacho y algún viudo repleto de deudas que deseaba inmiscuirse en los números de su dote. Cuando terminó de convencerse de que eso era todo, ya había terminado y estaba sentada en el sillón de la sala en Suffolk, bordando mientras oía la perorata de su tía repitiéndole que había sido un desastre.
Pasaron dos temporadas más, iguales o peores a la primera, cuando el descarado de Robert Foster se atrevió a intentar besarla en el rincón del salón. ¡Miserable aprovechado! Claro que había querido comprometerla, pues estaba tapado de deudas y para colmo de males tan borracho que la había confundido con Brooke, quien de verdad contaba con dinero y posición. Aún le ardía la mano que había estampado en su mejilla, las miradas de todos los invitados y claro que las consecuencias. Ese año la temporada acabó esa misma noche y su marca la siguió durante un buen tiempo en que su tía le aconsejó viajar a una pequeña hacienda perdida del mundo hasta que las aguas se calmaran.
Quizás las disculpas del hombre abofeteado y sus explicaciones aplacaron las lenguas londinenses, pero ella jamás lo había perdonado. Terminó hundiendo la única ilusión que albergaba por aquellos tiempos: un humilde caballero con escasas tierras en Essex. De carácter sereno, relativamente joven, viudo e instruido, claro que sí. Habían compartido algún tiempo juntos y estaba segura que estaba interesado en ella. Por supuesto que su interés se diluyó luego de aquel incidente y a los pocos meses supo de su compromiso con una bonita muchacha.
Sólo Walter Harris había vuelto a encender sus mejillas. Un hombre elegante, de sonrisa perfecta, culto hasta los tuétanos y de amplio repertorio en cuanto a conversaciones se trataba. Se habían conocido el verano anterior en Cambridge, mientras se festejaba el matrimonio de Brooke y se había sentado en el sillón a observar el baile de John y Amy. Allí junto a ella pasó gran parte de la noche entre críticas literarias y conversaciones sobre moral y política, por lo que no demoró en invitarla a pasear y apenas unas semanas más tarde, antes de viajar al puerto, había hablado con John de su interés. Claro que su primo estaba feliz y más aún ella pues había llegado a quererle; soñar con una vida juntos y una casa propia en Londres, que aunque pequeña y humilde fuera de los dos; ilusionada con sus cartas, no había dejado de imaginar que su próximo encuentro en Suffolk en casa de los Hammer sería para acordar fecha de boda.
Jamás hubiera imaginado que encontraría aquella escena, que oiría esas palabras que volvían a doler como en aquel mismo instante. Inspiró hondo volviendo a soportar la misma humillación una y otra vez, rememorando su voz pronunciando aquellas frases, viendo los ojos de la descarada traidora y sintiéndose obligada a semejante teatrillo por lealtad. Sólo lealtad y amor.