Estaba sola en el salón, tomándome una cerveza y repasando mis apuntes de
Lingüística, tan concentrada que no oí que Ross se acercaba tranquilamente
por el pasillo.
—Cuando te concentras mucho, te sale una arruga en la frente.
Me llevé una mano a la frente al instante y él empezó a reírse.
—Es broma. —Sonrió inocentemente—. Pero ha valido la pena por tu
cara.
—Qué gracioso eres.
Se sentó a mi lado y me robó la cerveza sin siquiera titubear.
—¿Qué haces?
—Estudiar Lingüística —murmuré, suspirando—. Tengo un examen
dentro de dos días y no me sé casi nada.
—A lo mejor, si te pusieras a estudiar antes… —empezó a insinuar,
divertido, sabiendo perfectamente que me molestaría con el tema.
—Gracias por el consejo, papá.
—Te están llamando.
Suspiré y giré el móvil para no ver el nombre de Monty, que durante la
semana siguiente a la discusión había estado llamándome como un loco. No
había respondido a absolutamente nada, claro.
Ross no había sacado el tema de lo que había pasado en ningún momento,
cosa que le agradecía mucho, aunque me daba la impresión de que en ese
instante iba a ser inevitable.
—No puedes dejar que siga así —me dijo, confirmando mis sospechas.
—¿Y qué quieres que haga?
—¿Quieres que haga algo yo?
—No hace falta, Ross…
—¿Has pensado en bloquearlo? —sugirió.
—Si no puede entretenerse llamando, podría darle otro ataque de
imbecilidad y presentarse aquí —murmuré, cerrando la tapa del portátil y
dejándolo a un lado.
—Yo defendería tu honor. —Sonrió él ampliamente.
—Intentaremos que eso no sea necesario.
Vi que se quedaba en silencio, pensativo, y lo miré de reojo.
—¿Qué pasa?
—Nada, solo… —Parecía tenso cuando pasó un brazo por el respaldo del
sofá, detrás de mí—. ¿Estás segura de que no te hizo nada?
Abrí los labios y volví a cerrarlos. Luego sacudí la cabeza. Una sensación
de incomodidad se había instalado en mi cuerpo.
—No, claro que no —murmuré.
—Jen…
—Te he dicho que no —le dije, algo más bruscamente.
Me arrepentí al instante de hablarle así, pero él no pareció muy ofendido.
De hecho, solo se encogió de hombros.
—Muy bien.
El silencio que siguió a esas dos palabras hizo que me aclarara la garganta
e intentara cambiar de tema rápidamente.
—Estoy harta de filología, de lingüística… y del mundo —murmuré.
Pareció divertido cuando me crucé de brazos.
—Lo que no entiendo es por qué sigues insistiendo en estudiar esa carrera
si no te gusta.
—Porque ya la tengo pagada —mascullé—. Así que, al menos, hago un
semestre. Aunque tenga que sufrir con las estúpidas letras.
—Las letras no son estúpidas.
—Muy bien, pues solo son complicadas.
—¿Necesitas una distracción? —preguntó, levantando y bajando las cejas.
Apreté los labios cuando noté que intentaban curvarse hacia arriba.
—¿Por qué haces siempre que todo suene tan… sexual?
—Yo prefiero calificarlo como interesante.
Empecé a reírme sin poder evitarlo, mirándolo.
—Pues te aseguro que eres muy interesante.
Pareció algo sorprendido por un momento.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—¿Me estás llamando sexi de alguna forma extraña? —Arrugó la nariz.
—No. Te estoy llamando pervertido. Y directamente.
Esta vez fue su turno para reírse. Y yo iba a hacerlo también, pero di un
respingo cuando se inclinó hacia delante y me pasó los dedos por el
estómago. ¡Oh, no! ¡Cosquillas!
—¡Oye, no te he dicho nada malo! —protesté, retrocediendo como pude
por el sofá.
—¡Me has llamado pervertido!
—¡Porque lo er…!
Me detuve para empezar a reírme. Me había atrapado el tobillo y me había
vuelto a acercar a él sin mucho esfuerzo. Ahora ya estaba tumbada debajo de
su cuerpo, retorciéndome para intentar escapar.
O…, bueno, quizá no quería escapar tanto.
Especialmente, al notar sus labios en mi garganta. Dejé de reír al instante
para empezar a respirar con cierta dificultad cuando se pegó a mí
completamente.
—¿Ves como eres un perv…?
Me interrumpió besándome en los labios con una intensidad que me pilló
desprevenida. Yo estaba levantada sobre los codos, pero me dejé caer hasta
quedar tumbada y él me siguió, bajando una mano por mi espalda para
agarrarme el culo sin ninguna vergüenza y levantarme la cadera hasta que mi
estómago estuvo pegado al suyo.
—Madre mía, realmente no sabéis disimular, ¿eh?
Di un respingo y miré a Will al instante, alarmada. Nos miraba desde la
cocina con aire divertido. Ross lo miró con cara de pocos amigos.
—¿Qué? —le preguntó, muy poco simpático.
—No quería interrumpir el intercambio salival. Solo creí que era un buen
momento para avisaros de que Naya está subiendo.
—¿Y? —Ross frunció el ceño, confuso.
—Oh, mierda, aparta —musité.
Suspiró pesadamente cuando lo empujé por los hombros y volvimos a
quedar cada uno sentado en su lugar. Me coloqué el pelo torpemente y
supliqué por no tener las mejillas muy rojas. Él me miró de reojo mientras
Will iba tranquilamente a la puerta. Naya entró con él poco después,
sonriendo.
—¿Ross no está gritando por la casa? —preguntó—. ¿Quién se ha
muerto?
—Tu sentido del humor. —Sonreí, divertida.
Ross empezó a reírse a carcajadas, y Naya me enseñó el dedo corazón. Él
y yo chocamos las manos mientras Ross seguía riéndose abiertamente.
—Bueno… —Will sacó su móvil, sentándose en el sofá—. ¿Cenamos?
Tengo hambre.
—Podemos pedir algo —sugirió Ross, calmándose por fin—. ¿Qué
queréis?
—Vosotros, no sé, pero Jenna y yo estamos a dieta —dijo Naya.
Me quedé mirándola, confusa.
La palabra «dieta» no formaba parte de mi vocabulario.
—¿Estoy a dieta? ¿Yo?
—Sí. Es que he decidido que quiero adelgazar y el trabajo en equipo hace
estas cosas más fáciles, ¿no crees?
Me miré a mí misma. Era cierto que había engordado un poquito esas
semanas. Era difícil seguir el ritmo de Ross sin engordar. No todo el mundo
podía tener la suerte de comer lo que quisiera sin que afectara a su peso. Me
mantenía en la talla cuarenta, pero empezaba a notarme un poco más flácida
que de costumbre.
—Sí, vale —le dije—. Estamos a dieta. Oficialmente.
Naya aplaudió, entusiasmada.
Los chicos se quedaron un momento en silencio, mirándome con la misma
expresión que hubieran usado si les acabara de decir que era una espía rusa.
—¿A dieta? —repitió Will—. ¿Por qué?
—Para adelgazar, obviamente —le dije.
Sue había salido de su habitación y se sentó en el sillón, enarcando una
ceja.
—¿He oído dieta? —preguntó, extrañada.
—Naya y yo estamos a dieta —le informé.
Empezó a reírse irónicamente, y Naya le puso mala cara.
—Si te interesa mi humilde opinión —me dijo Ross—, a mí me gustas tal
y como estás ahora.
—Pero tu opinión no cuenta —le dijo Naya, poniendo los ojos en blanco.
—¿Y por qué no? —Él frunció el ceño.
—Es como la opinión de una madre. No es objetiva.
—¿Y por qué no? —repitió.
Naya esbozó una sonrisita malvada.
—¿Vas a hacer que lo diga?
Al ver mi cara, Will se apresuró a interrumpir.
—Bueno —se aclaró ruidosamente la garganta—, ¿y qué vais a cenar?