Antes de irte, mira las estrellas

CAPÍTULO III.

     Si pudiera despegarme de ese recuerdo, Abella, de cuándo saqué el papel del tubo de metal dorado y sostuve con mis uñas las esquinas de la carta para no afligir mis manos más de lo que estaban, y de cuándo la observé totalmente callada; te habría gritado que no te hubieras puesto tan testaruda y paralizada ante lo que te susurraba entre cada línea, porque después te costaría la libertad que apenas parecías conocer.

Tú permanecías tan difusa y muda por el resto de la hora, que me hizo creer sobre si estaba empezando a olvidar lo que realmente nos estábamos gritando por dentro, o si de verdad lo que sentimos fue una serenidad por aceptar que todo estaba a punto de dirigirse hacia su fin. Con el tiempo fue difícil para mí recordarte a ti, aquel día, tan solo me siguió lo amoratadas que nos volvimos al pensar cómo aparentar ante los demás, a imaginarte lo brusca que sería mamá para averiguar cómo estaríamos después de ello sabiendo que intentabas actuar indiferente al respecto. Lo que no sabía de nosotras hasta entonces, Abella, fue que si lo hubiera dejado ir, no me habría dado cuenta que ellos querían que anduviéramos en círculos, merodeando contra nosotras mismas y luchando por algo que no se atrevían a hacer.

Leerla una vez bastó, no se me había olvidado lo crudas que fueron escritas las palabras y de un modo tan claro, que te ayudaba a no perderte y hacerte entender lo más directo posible. Jamás me había sentido tan distante durante mis sueños como aquel día, debí suponer que ya decidiendo por ti misma, lo que fuimos alguna vez terminaría por sentirse más como un hueco y desaparecía de nuestra vista y oído de una manera tan impasible, como al relatar esa carta.

Lo único que todavía podía escuchar fueron las pisadas que yo daba contigo sobre la grama artificial, Abella, porque ambas nos rehusábamos a esperar junto a mamá a que el cartero llegara a la puerta a darnos el tubo de metal. Ojalá hubiera podido agradecerle a Lyla, que se molestó en investigar la hora que nos entregarían el correo y sin ponernos ese gesto de flojera con el que siempre andaba, tan solo se te pasó de la cabeza y al amanecer siquiera le diste gracias.

Me había fijado que últimamente las personas más cercanas a mí actuaban sin renegar lo que les pedía, aunque mamá fue la única que se había vuelto aún más terca y autoritaria conmigo, a veces me asentían con un violento cabeceo junto a una alargada sonrisa y era más que evidente que se guardaban toda esa amargura para no hacerme sentir más de lo mismo, cuando de verdad ya no lo iba a ser más. Supe que los demás daban por tristeza a un sentimiento que te colgaba de los ojos al momento que te menoscabas al no poder hacer lo que querías, oír lo que esperabas o ver lo que habías imaginado antes; pero el hecho que estuviera ahí no significaba que me iba a desplomar por cualquier tontería, sino que en ocasiones simplemente era una sensación de hundimiento desde la frente hasta el estómago y que te impedía reaccionar ante la insinceridad de con quienes salía.

Aunque estuviera viéndome contenta, relajada e intachable por seguirles la corriente, por dentro me deliñaba para no extraviarme frente al desespero por poner a todo mundo en su lugar; y si bien, me hacía compañía en cada instante, vivir de la tristeza fue más como una oportunidad para darme cuenta de la actitud de los demás, lo que antes pasaba desapercibido a mi lado y que se devolvía para asegurarme quiénes eran los que de verdad me habían querido, sin importar que ya no me estuviese comportando tan indiferente y amistosa como lo solía hacer.

Supuse que para el resto fue difícil distinguir entre una sonrisa de las que cada día lidiaban y una de las mías, de las de Oliver y los otros cuyos días por venir los estuviera sumergiendo en ese juego de hallar lo que no se era y lo que debíamos ser; porque lo que nos abrumaba y provocaba llorar no se podía solamente expresar con un arqueo de cejas, con esos labios secos que teníamos y la palidez de nuestro rostro por guiarnos del lamento. Yo sollozaba al hablar, decía en las últimas semanas –cuando iba a almorzar al trabajo o con amigos de Lyla– cosas al respecto de lo que charlábamos, como si pensara como ellos, como mi antigua yo; luego sentí que no tenían cabida adonde sea que mirara, me reunía para abrazar críticas y dar cumplidos a lo que hacían mal con toda razón.

Aprecié el respeto de Lyla por haberme escuchado esa aburrida palabrería con la que me desahogué, y por tratar de verse poco inquieta cuando me respondía lo más franco posible, entendí que sí distinguía las veces que yo fingía sonreír los chistes y vistas fuera de lugar, y tan solo me preguntaba repentinamente qué era lo que me atormentaba. Eran tan pocas cosas, que parecían engrandecerse y aparentar ser muchas más por el peso con las que iba contra mí. Si comprehendiera cuánto la extrañaba en las recolecciones de residuos, no fue lo mismo con la chica que mamá había contratado, por la extrema timidez que mantenía conmigo y lo fisgona que fue para saber más de mí. Me asustaba, quizás todo fue a propósito y por petición de ella.




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