Antes De Que Mate

CAPÍTULO DIECIOCHO

Su sala de estar se encontraba en su mayor parte a oscuras, apenas iluminada por los tímidos rayos del sol matutino que se las arreglaban para penetrar a través de las persianas. Estaba sentado en una butaca vieja y desgastada y miró al escritorio de persiana colocado al extremo opuesto de la estancia. La cubierta estaba abierta, dejando al descubierto los artículos que había guardado de cada sacrificio.

Había una cartera con una billetera dentro. Dentro de la billetera, había un permiso de conducir que pertenecía a Hailey Lizbrook. También había una falda que había pertenecido a la mujer que había colgado en el campo; un mechón de pelo rubio rojizo con tinte negro en las puntas de la mujer que había dejado en la casa abandonada.

Todavía quedaba espacio para los recordatorios que se traería de los demás sacrificios—recordatorios de cada mujer que había matado para cumplir con la obra que el Señor había delegado en él. Aunque estaba satisfecho de cómo habían ido las cosas hasta el momento, sabía que todavía quedaba trabajo por hacer.

Se sentó en la butaca, mirando fijamente a sus recordatorios—sus trofeos— y esperó a que el sol acabara de salir. Solo cuando llegara la mañana propiamente dicha, retomaría el trabajo.

Observando las piezas en el escritorio, se preguntó (no por primera vez) si era un mal hombre. No creía serlo. Alguien tenía que hacer este trabajo. Los trabajos más duros siempre quedaban en las manos de aquellos que no tenían miedo de hacerlos.

No obstante, cuando escuchaba gritar a las mujeres y rogarle por sus vidas, se preguntaba si había algo malo dentro de él.

Cuando los rayos de luz en el suelo pasaron de un amarillo transparente a un blanco casi demasiado brillante, supo que había llegado la hora.

Se levantó de su silla y caminó hacia la 
cocina. Desde la cocina, salió de la casa a través de una puerta de tela metálica que daba a su patio de atrás. 

El patio era pequeño y estaba delimitado por una vieja valla de alambre encadenado que parecía estar fuera de lugar y que de algún modo estaba camuflada por el descuido de la vecindad. El césped estaba crecido y cubierto de malas hierbas. Las abejas zumbaban y otros insectos sin nombre se escabullían a medida que él se les acercaba, atravesando el césped.

En la parte trasera del patio, ocupando toda la esquina trasera izquierda, había un viejo cobertizo. Era una auténtica monstruosidad en una propiedad ya fea de por sí. Se acercó hacia él y abrió la puerta de viejas bisagras oxidadas. Crujió al abrirse, revelando la oscura humedad del interior. Antes de entrar, miró a su alrededor a las casas vecinas. No había nadie en casa. 
Conocía bien sus horarios. 

Ahora, en la luz certera de las 9 de la mañana, entró a su cobertizo y dejó que la puerta se cerrara tras él. El cobertizo apestaba a madera y polvo. Cuando entró, una rata enorme se escabulló por la pared trasera y salió a través de una ranura en los tablones. No prestó ninguna atención al roedor, dirigiéndose directamente a los tres postes alargados de madera que estaban colocados al lado derecho del cobertizo. Estaban colocados en forma de pirámide en miniatura, uno encima de los otros dos. Hace diez días, había otros tres postes aquí, pero esos ya los había aprovechado para continuar su obra.

Y ahora había que preparar otro más.

Caminó hacia los postes y pasó la mano con aprecio por la superficie de cedro bien pulida del que estaba colocado encima. Se fue a la parte trasera del cobertizo donde había dispuesta una pequeña mesa de trabajo. Había una vieja sierra manual, de dientes serrados y oxidados, un martillo, y un cincel. Tomó el martillo y el cincel y regresó a los postes.

Pensó en su padre mientras levantaba el martillo. Su padre había sido carpintero de profesión. En muchas ocasiones, su padre le decía que el Señor Jesús también había sido carpintero. Pensar en su padre le hizo pensar en su madre. Le hizo recordar por qué les había abandonado cuando él solo tenía siete años.

Pensó en el hombre que vivía más arriba en su calle y en cómo venía a casa cuando su padre estaba ausente. Recordó los muelles crujientes de la cama y las palabras obscenas que salían del dormitorio entre los gritos de su madre—unos gritos que parecían ser tanto de júbilo como de dolor al mismo tiempo.

 “Este es nuestro secreto,” le había dicho su madre. “Solamente se trata de un amigo y tu padre no tiene por qué saber nada de esto, 
¿verdad que no?” 

Él había estado de acuerdo. Además, su madre parecía estar contenta. De ahí que él se hubiera sentido tan confuso cuando ella les abandonó.

Apoyó sus manos en el poste superior y cerró los ojos. Una mosca en la pared hubiera podido pensar que estaba rezando sobre el poste o hasta comunicándose con él de algún modo.

Cuando terminó, abrió los ojos y empezó a usar el martillo y el cincel.

En la tenue luz que llegaba a través de las fisuras en los tablones, comenzó a tallar.

Primero venía N511, después J202.

A continuación, llegaba un sacrificio.

Y lo reclamaría esta noche.



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En el texto hay: crimen, crimenes, accion

Editado: 07.08.2024

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