Cuando pasó por el breve tutelaje de James Woerner, una de las cosas por las que él le había felicitado una y otra vez era su instinto. Ella contaba con una intuición, le había dicho, que era mejor que leer las manos o las hojas de té para buscar indicios de lo que hacer a continuación. Es por ello que no perdió ningún tiempo en el maizal donde se había descubierto el cuerpo de Hailey Lizbrook o en el campo abierto en que se había atado al segundo cuerpo. Fue directamente de vuelta a la casa abandonada donde se había expuesto la última víctima. Durante su primera visita, le había dado la impresión de que las ventanas oscurecidas eran un par de ojos, observando cada uno de sus movimientos. En ese preciso instante, había tenido la certeza en su corazón de que la escena tenía mucho más que ofrecer. Con todo lo que había ocurrido con Ellis Pope, había sido una inclinación que no había tenido posibilidad de investigar. Aparcó su coche delante del lugar y miró a la casa por un momento a través del parabrisas antes de salir. Desde la parte delantera, la casa parecía igual de intimidante, como el modelo de todas las casas encantadas que se habían plasmado en cine o en novelas. Miró a la casa, tratando de verla de la misma manera que la vería el asesino. ¿Por qué elegir este lugar? ¿Era la casa en sí o la abrumadora sensación de aislamiento lo que le había atraído? Esto, a su vez, le hizo pensar en cuánto tiempo se había pasado el asesino vigilando las escenas donde iba a exhibir a sus víctimas. Los informes del forense parecían indicar que las víctimas habían sido traídas hasta las escenas y entonces habían sido asesinadas—y no asesinadas de antemano y simplemente colocadas en las escenas para ser vistas. ¿Por qué? ¿Qué razón había? Finalmente, Mackenzie salió del coche. Antes de dirigirse al destartalado porche, caminó alrededor de la casa y al lugar donde se había atado a la tercera víctima. El cuerpo y el poste habían sido retirados; el área estaba obviamente revuelta, pisoteada por el tráfico pedestre del grupo de fuerzas de seguridad que había visitado la escena. Mackenzie permaneció en pie donde había estado el poste, el agujero todavía visible y la tierra suelta delineándolo perfectamente. Se agachó y colocó la mano sobre el agujero. Miró el bosque circundante y la parte trasera de la casa, intentando ver lo que había visto el asesino en el momento en que había empezado a agredir a la mujer. Un escalofrío le recorrió la espalda al tiempo que cerraba los ojos y trataba de imaginárselo. El látigo que estaba utilizando tenía varias tiras en su extremo, potencialmente dentadas, a juzgar por las pautas de las heridas. A pesar de ello, tenía que haberse usado con gran fuerza para desgarrar la carne de la manera que lo había hecho. Probablemente acosaría primero a sus víctimas, caminando en círculos alrededor del poste, disfrutando con sus gritos y sus súplicas. Entonces algo sucede. Algo encaja en su cabeza o quizá la víctima dice algo que le provoca. Ahí es cuando empieza a azotarlas. Aquí, en este lugar, había atacado con mayor furia que antes; los latigazos no estaban contenidos solo en la espalda como lo habían estado antes, sino que llegaban al pecho y al estómago, con unos cuantos extendiéndose sobre sus glúteos inferiores. En algún momento, el asesino considera que ya ha realizado su trabajo y se detiene. ¿Y entonces qué? ¿Se asegura de que estén muertas antes de dejar la escena en una camioneta o una furgoneta? ¿Cuánto tiempo se queda aquí con ellas? Si está matando por algo más que placer como algún tipo de aversión a las mujeres y/o al sexo, entonces seguramente se queda un tiempo merodeando por aquí, viendo cómo se desangran, viendo cómo se les escapa la vida por los ojos. Cuando mueren, quizá sea lo bastante valiente como para mirar a sus cuerpos, para cubrir un seno a manera de experimento con mano temblorosa. ¿Se siente seguro o poderoso, asqueado o eufórico al verlas sangrar, al ver el telón de la muerte caer sobre ellas, dejando sus cuerpos desnudos a la vista? Mackenzie abrió los ojos y miró al agujero sobre el que aun reposaba su mano. Los informes mostraban que los tres agujeros se habían cavado deprisa y corriendo con una pala, a un ritmo rápido más que con una excavadora de pozos más limpia y exacta. Se había dado prisa para dar comienzo a las cosas y después había emplazado los postes en cada agujero y había apilado de nuevo la tierra. ¿Dónde habían estado las mujeres durante este tiempo? ¿Drogadas? ¿Inconscientes? Mackenzie se levantó y caminó de vuelta a la parte delantera de la casa. Aunque no tuviera ninguna razón genuina para creer que el asesino había estado dentro, el hecho de que hubiera seleccionado el patio de afuera como uno de los pedestales para sus trofeos hacía culpable a la casa por asociación. Subió los escalones del porche que crujió de inmediato bajo su peso. De hecho, el porche entero pareció acomodarse a su peso. En algún lugar del bosque, llamó un pájaro por respuesta. Se adentró en la casa, pasando sobre un entarimado completamente deteriorado que se chocaba con el piso de tierra. Fue inmediatamente asaltada por los olores del polvo y el moho, el aroma general de la desidia. Entrar a la casa fue como entrar a una película en blanco y negro. Una vez en su interior, ese viejo instinto que James solía valorar tanto en su día le dijo que no había nada de anormal aquí, ninguna pista de esas que traen un a-ha y que pudiera ayudar a cerrar este caso. Aun así, no se pudo resistir. Exploró las habitaciones vacías y los pasillos. Observó las paredes agrietadas con la pintura desprendida, intentando imaginar que una familia vivió en algún momento en este espacio arruinado. Eventualmente, caminó hacia la parte de atrás de la casa donde parecía como si en una de ellas hubiera habido una cocina en su día. El viejo linóleo agrietado se aferraba al piso en láminas onduladas, que revelaban un suelo podrido por debajo. Miró al otro lado de la cocina y vio dos pequeños ventanucos que daban al patio de atrás—las mismas dos ventanas que a ella le dio la impresión de que la estaban observando—las mismas dos ventanas que le había parecido que le estaban mirando fijamente durante su primera visita a este lugar. Caminó a través de la cocina, manteniéndose alejada del descuidado mostrador al otro extremo junto a la pared para evitar el incierto suelo. A medida que se movía, se dio cuenta de lo realmente silenciosa que estaba la casa. Este era un lugar para fantasmas y recuerdos, no para una detective desesperada buscando a ciegas algún tipo de raciocinio a lo que estaba pasando por la mente del asesino. A pesar de todo, caminó hasta la pared trasera y miró a través de la primera ventana, asentada a la izquierda de un viejo y magullado fregadero. El lugar donde habían estado el poste y la tercera víctima se podía ver desde la ventana sin ninguna obstrucción. Desde dentro de la casa, no parecía tan intimidante. Mackenzie intentó imaginar el orden de las cosas desde su posición junto a la ventana, como si mirara a la escena imaginada a través de una televisión. Vio al asesino trayendo la mujer hasta el poste que ya había colocado allí. Se preguntó si ella estaría drogada o de algún modo ebria, tambaleándose sobre sus pies con las manos de él debajo de sus brazos o a la espalda de ella. Eso provocó un pensamiento que nadie se había molestado aun en examinar. ¿Cómo las lleva hasta el poste? ¿Están inconscientes? ¿Drogadas? ¿Simplemente las fuerza? Quizá deberíamos hacer que el forense las examine para ver si encuentra alguna sustancia que provoque un comportamiento letárgico… Miró a la escena un rato más, comenzando a percibir cómo la reclusión del bosque del patio de atrás le estaba presionando. No había nada allí fuera, solo árboles, animales ocultos, y un soplo del viento más leve. Salió de la cocina y regresó de vuelta a lo que en su día había sido una sala de estar. Un viejo pupitre rayado se apoyaba contra la pared. Estaba visiblemente retorcido en su parte superior y muchos de los papeles diseminados sobre él parecían hojas que se habían caído al suelo y sobre las que había llovido durante muchos años. Mackenzie caminó hacia el escritorio y revolvió entre los papeles. Vio albaranes de pienso y cereales para puercos. El más antiguo estaba datado en junio del 77 y provenía de unos proveedores para granjas en Chinook, Nebraska. El papel de la libreta había envejecido tanto que no se veían sus líneas azules por debajo de la escritura desgastada que alguien había dejado allí. Mackenzie echó un vistazo a lo que había escrito y vio lo que parecían notas de una lección de escuela dominical. Vio referencias a Noé y el diluvio, David y Goliat, y a Sansón. Bajo el revoltijo de papel había dos libros: un libro de oraciones titulado La Palabra Sanadora de Dios y una Biblia que parecía tan antigua que temía que pudiera convertirse en polvo si la tocaba. No obstante, se dio cuenta de que no podía alejar la vista de la biblia. Verla le trajo a la mente visiones de la crucifixión sobre la que había aprendido durante las contadas ocasiones en que se había aventurado de niña dentro de una iglesia con su madre. Pensó en Jesús en la cruz y en lo que representaba, y se vio extendiendo la mano para coger el libro. Pensó en la cruz en la que había muerto Jesucristo y superpuso esa imagen con la de esas tres mujeres en los postes. Habían descartado los motivos religiosos, pero ella no dejaba de preguntarse acerca de ello. Abrió la Biblia y pasó las primeras páginas con rapidez, dirigiéndose directamente al índice. Sabía muy poco sobre la Biblia, así que la mitad de los nombres de los libros no le resultaban familiares. Repasó la tabla de contenidos con aire distraído, y estaba a punto de cerrarlo cuando de pronto se dio cuenta de algo y su corazón comenzó a acelerarse. Los nombres de los libros. Los números junto a ellos. Cuando vio las abreviaciones, le recordaron a algo más. El poste. Los números. N511 J202 Con manos temblorosas, comenzó desde el principio de la página de contenidos, colocando su dedo en Génesis. Entonces barrió la página con su dedo, buscando un libro que comenzara con la “N.” En unos segundos, se detuvo donde la lista mencionaba el libro de Números. Hojeó las páginas polvorientas, con un aroma de podredumbre abofeteándole en el rostro. Localizó Números y entonces buscó el Capítulo 5. Cuando lo encontró, pasó el dedo por la página hasta que dio con el verso 11. N511. Números, Capítulo 5, verso 11. Leyó, y con cada palabra, su corazón le latía más deprisa. Parecía que la temperatura en la casa hubiera bajado unos veinte grados. Y el SEÑOR le ordenó a Moisés que les dijera a los israelitas: «Supongamos que una mujer se desvía del buen camino y le es infiel a su esposo acostándose con otro; supongamos también que el asunto se mantiene oculto, ya que ella se mancilló en secreto, y no hubo testigos ni fue sorprendida en el acto. Si al esposo le da un ataque de celos y sospecha que ella está mancillada, o le da un ataque de celos y sospecha de ella, aunque no esté mancillada, entonces la llevará ante el sacerdote… Lo leyó en varias ocasiones, con manos temblorosas, sintiéndose emocionada y nauseabunda al mismo tiempo. El pasaje le llenó de una sensación de aprensión que hizo que su estómago se sintiera un tanto revuelto. Regresó a la tabla de contenidos. Vio que había varios libros que empezaban con la letra J, pero resolver este pequeño rompecabezas no era su especialidad. Además, estaba bastante segura de que tenía bastante para seguir adelante con el pasaje proveniente de Números. Mackenzie cerró la Biblia y la colocó de nuevo junto a los papeles olvidados. Salió corriendo de la casa y de regreso a su coche, con una prisa repentina. Necesitaba regresar a la comisaría. Además de eso, necesitaba hablar con un sacerdote. Este asesino no hacía las cosas tan al azar como todos habían pensado. Tenía un modus operandi. Y ella estaba a punto de descubrir de cuál se trataba.