Antes De Que Mate

CAPÍTULO VEINTISÉIS

Mackenzie tardó poco más de una hora en llegar a la Escuela Católica de la Santa Cruz, conduciendo a más de 90 millas por hora todo el camino. Las clases se habían terminado por hoy para cuando ella llegó, y mientras se apresuraba a subir las escaleras guiada por la recepcionista, se dio cuenta de que había encontrado a la directora en un buen momento del día.

La directora era una señora rechoncha que cumplía con todos los estereotipos que Mackenzie pudiera tener sobre las monjas. Si bien cálida y acogedora en un principio, la Directora Ruth-Anne Costello sonaba completamente profesional y bastante brusca cuando Mackenzie entró al despacho de la mujer y tomó asiento delante de su escritorio.

“Hemos escuchado rumores sobre el conocido como Asesino del Espantapájaros,” dijo la Directora Costello. “¿Es esa la razón de que esté aquí?”

“Así es,” dijo Mackenzie. “¿Cómo sabía eso?”

La Directora Costello frunció el ceño, en un gesto que mostraba más bien ira que decepción. Mackenzie pensó que era un gesto que podría verse en la mayoría de los miembros del personal en cualquier momento del día en una escuela como esta.

“Bueno, ata a esas pobres mujeres a unos postes de madera y las azota, ¿no es así? El simbolismo religioso es inconfundible. Y cada vez que un asesino lleva a cabo su tarea en nombre de unos principios religiosos totalmente erróneos o de una interpretación retorcida y equivocada de la religión, siempre se pone a las escuelas religiosas privadas debajo del microscopio.”

Mackenzie solo podía asentir. Sabía que eso era verdad; lo había visto en varias ocasiones desde que había empezado a prepararse para su carrera en su primer año de universidad. Pero su silencio también provenía del hecho de que la Directora Costello tenía razón: las connotaciones religiosas de las acciones del Asesino del Espantapájaros eran obvias.

Mackenzie también lo había sentido al encontrar el primer cadáver. ¿Entonces por qué diablos las había ignorado?

Porque me daba miedo comentárselo a Nelson y a Porter por temor a equivocarme y a que me ridiculizaran de inmediato, pensó.

Ahora tenía una oportunidad de salir de esa ignorancia y no había manera de que la dejara pasar.

“Bien,” dijo Mackenzie, “tenemos un perfil muy específico. Pensé que quizá si pudiera hablar con alguien que haya estado aquí mucho tiempo, quizás pudiera encontrar un potencial sospechoso. O si no encontrara un sospechoso, quizá a alguien que sepa algo sobre los asesinatos.”

“Pues bien,” dijo Costello, “yo he estado aquí treinta y cinco años. Fui consejera académica en un principio, y después me convertí en directora, un puesto que he conservado durante casi veinte años.”

Se puso en pie y caminó hacia el lado izquierdo de su despacho donde había una fila de archivadores junto a la pared. “Sabe una cosa,” dijo Costello, “usted no es la primera detective que viene a fisgonear cuando se comete un crimen que parece tener alguna connotación religiosa. Ni de lejos.”

Costello sacó cuatro carpetas del archivador y las trajo de vuelta al escritorio. Las arrojó sobre el escritorio con suficiente fuerza como para demostrar que estaba claramente irritada. Mackenzie alargó la mano para examinarlas, pero la mano de Costello ya las estaba señalando. Sin mirar a Mackenzie, Costello comenzó a hablar de nuevo, tamborileando en cada una de las carpetas con un rechoncho dedo índice.

“Este,” dijo, señalando a la primera carpeta, “es Michael Abner. Cuando estuvo aquí a principios de los años 70, agredió a una niña en el patio y le agarramos masturbándose en el baño de las chicas en quinto grado. Sin embargo, murió en 1984. Un terrible accidente de coche, me parece. Así que está claro que no es un sospechoso.”

Dicho esto, Costello retiró la carpeta sobre Michael Abner del escritorio. Entonces procedió a eliminar otras dos carpetas más, ya que uno de ellos había muerto hacía cinco años de cáncer de pulmón y el otro se había pasado la vida en una silla de ruedas—obviamente no era la clase de persona que pudiera acarrear postes de madera a las escenas del crimen.

“Este último,” dijo Costello, “pertenece a Barry Henderson. Cuando fue alumno de la Santa Cruz, se metió en varias peleas, y una de ellas envió a dos chicos a la sala de urgencias. Cuando regresó de su expulsión, empezó a enviar cartas obscenas a las profesoras, actividad que culminó en el intento de violación de la profesora de arte mientras cantaba el himno favorito de su madre. Esto tuvo lugar en 1990. No obstante, lamento informarle de que tampoco puede ser su sospechoso. Ha sido un huésped de la Residencia Westhall para los Criminales Perturbados durante los últimos doce años.”

Mackenzie hizo una nota mental para verificar eso y después observó cómo Costello colocaba las carpetas de vuelta en el archivador. Cuando lo cerró, lo hizo con un pequeño golpe que llenó el despacho como una bomba.

“¿Y esos son los únicos alumnos que ha tenido en los últimos treinta y cinco años que serían capaces de cometer el tipo de crímenes que está llevando a cabo el Asesino del Espantapájaros?”

“No hay manera de saber eso,” dijo Costello. “Con el debido respeto, no tenemos vigilados a todos los alumnos con potencial para dedicarse al crimen. Eso implicaría informes detallados sobre cada niño que transgreden hasta la más mínima norma. Los cuatro que le acabo de enseñar son los casos más extremos, y los he tenido a mano durante todos estos años porque me ahorra mucho tiempo cuando llega la policía, especialmente cuando se les ocurren lo que ellos creen que son perfiles ajustados. Siempre quieren culpar a la religión de los crímenes que no pueden resolver por su cuenta.”

“Nadie está culpando a nadie aquí,” dijo Mackenzie.

“Por supuesto que sí,” dijo Costello. “Dígame, detective. ¿Solo ha venido aquí para hallar el nombre de un sospechoso o para investigar la doctrina religiosa que le perturbó de tal manera que ahora está cometiendo estos actos horribles?”



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En el texto hay: crimen, crimenes, accion

Editado: 07.08.2024

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