Neizan no era una persona de muchas palabras.
Neizan nació en Perth, Australia, en una familia donde el ruido era norma y la incomodidad una constante. Su madre era enfermera de emergencias y su padre trabajaba en una base de telecomunicaciones del gobierno, con un carácter hermético y obsesionado con la seguridad. Creció en un hogar funcional pero frío, donde el afecto se dosificaba y las palabras afectivas eran tan escasas como innecesarias.
Desde pequeño, Neizan destacó por su inteligencia analítica extrema. No era solo que aprendiera rápido: comprendía las cosas antes de que se las explicaran. A los 10 años ya sabía montar redes privadas de servidores. A los 12, leía libros de criptografía avanzada que ni sus profesores entendían. Pero esa misma mente brillante lo hacía distinto, y los demás lo sabían.
Él nunca encajó.
No era que no quisiera amigos. Simplemente no sabía cómo ser uno. Decía lo que pensaba, sin filtros. Observaba más de lo que hablaba. Prefería el lenguaje de las máquinas al de las emociones.
Su lema interno que siempre repite es: “No te expongas. No sientas demasiado. No dependas de nadie.”
La única excepción a su aislamiento emocional era Aria, su hermana pequeña.
Desde que nació, ella fue su debilidad. Él la protegía como un guardián silencioso. Aria era lo contrario a él: expresiva, emocional, habladora, con una sensibilidad que desbordaba. Pero lejos de irritarlo, eso lo conmovía. Era la única persona que no le exigía ser diferente. La única que lo aceptaba tal como era.
Cuando sus padres discutían —lo cual ocurría a menudo—, Neizan sacaba a Aria al jardín y le enseñaba cosas: cómo se conecta un circuito, cómo se programa un dron, cómo se cifra una contraseña. Era su forma de decirle “te quiero” sin usar esas palabras.
En el colegio lo llamaban “el bicho raro”. Sus profesores lo admiraban y lo temían. Nunca supo lo que era una amistad real. Los adultos lo trataban como un arma en potencia: un joven brillante, pero difícil de controlar.
A los 16, accedió accidentalmente a un servidor de defensa. No robó nada. Solo miró. Pero eso fue suficiente para ser interrogado y observado durante meses. Desde entonces, aprendió que la información era poder… pero también condena.
Esa fue su primera gran lección:
🧨 "No dejes que sepan lo que sabes."
Por eso, cuando supo del “Proyecto Umbra” en un rincón olvidado de la red profunda, algo se activó en él. No fue solo curiosidad. Fue intuición. Y cuando Aria insistió en viajar a Europa como regalo de graduación, Neizan eligió Barcelona.
Porque algo dentro de él quería ver con sus propios ojos si la conspiración era real.
Y ahora que la realidad se había derrumbado en una iglesia centenaria y zombis corrían por túneles secretos, ya no podía ignorar lo que era:
🔐 Un chico que sabía más de lo que debía.
🧬 Un joven que no había sido hecho para un mundo normal.
⚠️ Y quizá… alguien que había sido diseñado, sin quererlo, para este apocalipsis.
————————————————————————————————————————————————
—Vale, vale… todo el mundo tranquilo. Solo es una jaula que se cierra sola en una instalación subterránea secreta, con documentos sangrientos y sombras que se mueven solas. ¡Un día normal en Barcelona, vamos!
Nico sonrió.
Nadie más lo hizo.
Sara lo fulminó con la mirada. Cris le dio un empujón.
—¡Cállate y corre!
Y eso hizo.
El grupo avanzaba a toda prisa por el túnel que acababan de desbloquear. Detrás, algo gruñía, algo que no tenía el ritmo torpe del típico zombi de película. Era más… rápido. Más afinado.
—¿Por qué se mueven así? —preguntó Cris, jadeando.
—Porque no les han hecho caso en el casting de ‘Stranger Things’ —respondió Nico, agachándose para esquivar una barra.
Eric los guiaba. Su rostro era puro cálculo. Pero incluso él parecía inquieto.
Y entonces… los oyeron.
Pasos. Golpes. Chillidos agudos.
Un enjambre de zombis pequeños apareció al final del túnel. Niños, o lo que una vez lo fueron. Agachados. Rápidos. Deformes. Algunos trepaban por las paredes como insectos.
—¡A correr! —gritó Sara.
Nico no discutió.
Dio media vuelta y corrió con todo lo que tenía.
—¡Esto no es normal! ¡Esto es Doom sin el código de vida infinita!
Los zombis chillaban, se impulsaban entre ellos, golpeaban las paredes. Uno se lanzó sobre Eric, pero este lo derribó con un golpe brutal de barra.
—¡No os detengáis! ¡Puerta adelante!
Al llegar, se toparon con otro problema: los zombis normales venían del otro lado.
Más lentos. Más grandes. Uno arrastraba la pierna… pero tenía la piel burbujeando.
—¿Está mutando? —dijo Cris, espantada.
—Sí. Y no por la rabia, sino por el calor —dijo Sara, sudando.
—Bueno, al menos sudar está de moda —bromeó Nico, girándose—
—¡Arriba esa reja! ¡Empujad!
La puerta empezaba a ceder. Joel y Neizan, desde la sala de control, habían activado el sistema. La compuerta empezó a levantarse lentamente.
Muy lentamente.
—¡Más rápido, por favor! ¡Tengo una cita con la vida!
Un zombi pequeño se lanzó sobre Nico. Este le dio una patada que lo hizo rebotar contra la pared.
—¡Lo siento, pequeño! ¡Demanda después del apocalipsis!
La puerta terminó de abrirse.
Salieron uno a uno, jadeando, cubiertos de sudor y sangre. Detrás, los zombis chillaban, arañaban el marco.
Joel pulsó un botón.
La puerta bajó de golpe.
Oscuridad.