Romina
La noche era fría y lluviosa, típica de finales de otoño en la ciudad. Las luces de los faroles se reflejaban en los charcos de la acera, creando un espectáculo de destellos dorados en el asfalto mojado. Caminaba rápido, tratando de evitar que mis tacones finos se hundieran en el agua. El paraguas que sostenía apenas me protegía del viento que soplaba con fuerza, pero no podía darme el lujo de llegar tarde. Mis amigos habían insistido tanto en que saliera esa noche que cualquier excusa sería inútil.
—Vamos, Romina, necesitas divertirte un poco—, me había dicho Marcela con una sonrisa traviesa. —Hace siglos que no sales con nosotros, y Daniel está organizando una noche de trivia en su bar. Te encantará.
Suspiré, ajustando el cinturón de mi abrigo beige. No soy fanática de las noches de trivia, y mucho menos de los bares ruidosos. Pero Marcela tenía razón, hacía tiempo que no me permitía un respiro fuera del trabajo. Llegué al pequeño bar llamado "El Acierto" justo a tiempo para la primera ronda. Desde afuera, se veía acogedor, con luces cálidas y risas que escapaban por la puerta entreabierta. Tomé aire y entré.
El ambiente era tal y como lo había imaginado: ruidoso, lleno de gente y con una banda de jazz tocando en un rincón. Localicé a mis amigos en una mesa cerca del escenario. Daniel, el dueño del bar, me saludó con una sonrisa amplia y una cerveza en la mano.
—¡Romina, qué bueno que viniste!—, exclamó Lucas, acercándose para darme un abrazo rápido. —Estábamos a punto de empezar la primera ronda. ¿Lista para demostrar lo mucho que sabes?
Sonreí de vuelta, aunque por dentro deseaba estar en casa, con una taza de té y un buen libro.
La primera ronda de preguntas fue más divertida de lo que había esperado. Mis amigos, una mezcla diversa de colegas arquitectos y amigos de la universidad, se tomaban la trivia con una seriedad cómica. Me sorprendí a mí misma respondiendo preguntas sobre historia y literatura con facilidad. Me relajé y, por un momento, me olvidé del estrés acumulado en la oficina.
Fue entonces cuando lo vi. Daniel, el dueño del bar, caminaba entre las mesas con una presencia magnética. Alto, con una barba cuidadosamente descuidada y una sonrisa que parecía brillar más que las luces del bar. Había escuchado hablar de él, pero nunca lo había visto en persona. Mis amigos decían que era un hombre encantador, conocido por su capacidad de hacer reír a cualquiera y su innegable habilidad para los negocios.
Daniel se detuvo en nuestra mesa justo cuando acababa de responder correctamente una pregunta sobre arquitectura gótica. Me miró con una sonrisa curiosa.
—Impresionante. No mucha gente sabe tanto sobre la catedral de Notre-Dame—, dijo él, inclinándose ligeramente hacia mí.
Sentí un leve calor en las mejillas, pero mantuve mi compostura. —Es mi trabajo saber sobre estas cosas—, respondí, tratando de sonar casual.
La conversación fue ligera al principio, hasta que, de alguna manera, derivó en el tema del amor. Expresé mi escepticismo sobre las relaciones románticas, argumentando que eran una distracción innecesaria en mi vida perfectamente planificada.
—El amor es un lujo que no todos podemos permitirnos—, dije, cruzando los brazos con una mezcla de desafío y defensa.
Daniel me miró con una sonrisa ladeada, claramente intrigado. —Eso suena un poco cínico—, comentó, sus ojos brillando con una chispa de curiosidad. —¿Nunca has estado enamorada?
Solté una risa breve, sin humor. —He tenido relaciones, pero el amor... el amor verdadero que todo el mundo idealiza, nunca lo he experimentado—, respondí con firmeza. —Para mí, el amor es como una tormenta: puede ser emocionante al principio, pero al final solo deja caos y destrucción.
Daniel se inclinó un poco más cerca, sus ojos fijos en los míos. —Interesante analogía—, dijo con suavidad. —Pero, ¿no crees que vale la pena arriesgarse por la posibilidad de encontrar algo real y hermoso? ¿Algo que pueda cambiar tu vida para mejor?
Suspiré, sintiendo que la conversación se estaba volviendo más personal de lo que había anticipado. —Mi vida es perfectamente equilibrada tal como es. Tengo mi carrera, mis amigos, y mis pasatiempos. No necesito añadir el caos del amor a esa ecuación—, respondí con un tono de certeza.
Daniel se rio, una risa profunda y contagiosa. —Eso suena como un reto—, respondió, con una chispa en los ojos. —¿Qué tal si hacemos una apuesta?
Mis amigos se quedaron en silencio, expectantes. Arqueé una ceja, interesada a pesar de mí misma. —¿Qué tipo de apuesta?
Daniel se acercó más, apoyándose en la mesa. —Sal conmigo durante un mes.
Lo miré con escepticismo. —¿Y por qué haría eso?
Su sonrisa se amplió, llena de una confianza tranquila. —Porque quiero demostrarte que el amor no es caos y destrucción. Quiero mostrarte que puede ser algo hermoso y enriquecedor, que puede añadir algo positivo a tu vida equilibrada.
Me crucé de brazos, evaluándolo. —¿Y qué gano yo con esto?
Daniel se inclinó un poco más cerca, su sonrisa tan segura como siempre. —Si después de un mes sigues creyendo que el amor es innecesario, cerraré mi bar durante una semana.
Lo miré, evaluando sus palabras. —¿Y si no es así?
—Si te enamoras—, dijo con una chispa en los ojos, —diseñarás una remodelación gratuita para mi bar.
Mis amigos se quedaron en silencio, expectantes. La propuesta era absurda y tentadora a la vez. Por un lado, no tenía nada que perder y, por otro, si él cerraba su bar durante una semana, ganaría algo de satisfacción personal. Pero ¿y si no era capaz de mantenerme indiferente?
Hubo un murmullo de sorpresa y emoción alrededor de la mesa. Lo miré, evaluando la propuesta. Era ridícula, por supuesto, pero también intrigante. ¿Qué tenía que perder?
—Está bien—, dije finalmente, extendiendo la mano para sellar el trato. —Tienes un mes.