Romina
El sol apenas comenzaba a asomarse por el horizonte cuando un cacareo insistente perturbó mi sueño. Me di la vuelta en la cama, tratando de ignorarlo, pero el gallo no se rendía. Su cacareo se hacía cada vez más fuerte y molesto. Frustrada, me cubrí la cabeza con la almohada, intentando ahogar el sonido. ¿Cómo podía alguien soportar este ruido tan temprano?
El gallo, implacable, seguía cantando sin cesar. Me retorcí en la cama, con los nervios crispados y los ojos todavía cerrados por el cansancio. Cada nuevo cacareo parecía más ensordecedor que el anterior. Finalmente, en un intento desesperado por silenciar al ave, me moví de manera tan brusca que terminé cayendo al suelo.
Sobresaltada y aún adormilada, me quedé sentada en el piso, tratando de entender cómo había terminado allí.
—¡Maldito gallo! —murmuré, tratando de desenredarme de la cobija y recuperar la compostura.
Justo en ese momento, la puerta se abrió y apareció Daniel, con una expresión de sorpresa y diversión en el rostro.
—¿Qué haces en el piso? —preguntó, claramente esforzándose por no reírse.
Le lancé una mirada de frustración y suspiré.
—Luchando con un gallo mañanero —respondí, frotándome el trasero. Daniel, conteniendo una sonrisa, se acercó para ayudarme a levantarme.
Daniel me ayudó a levantarme, y aunque traté de disimular mi incomodidad, pero Daniel, con su sonrisa siempre tan tranquila y comprensiva, hizo que la situación pareciera menos ridícula.
—Es hora de desayunar —dijo con una suavidad que contrastaba con el bullicio del gallo que aún se escuchaba afuera—. Hoy preparé algo especial.
—¿Especial? —pregunté, sintiéndome un poco más alerta y curiosa.
—Sí, pero tendrás que cambiarte primero —respondió, señalando mi pijama arrugada.
Lo miré por un momento, todavía medio adormilada, y luego asentí. Caminé hacia mi equipaje buscando algo cómodo para ponerme. Mientras me cambiaba, el canto del gallo seguía de fondo, pero ahora parecía más lejano, casi como si ya no me molestara tanto. Quizás la compañía de Daniel había ayudado a amortiguar el ruido en mi cabeza.
Cuando bajamos al comedor, el aroma del desayuno me envolvió de inmediato, haciendo que mi estómago protestara en respuesta. Sobre la mesa, vi una variedad de platos: pan y arepas recién horneadas, frutas frescas, jugo de naranja, y unos huevos revueltos que, a simple vista, parecían esponjosos y perfectamente cocidos.
—Wow, esto realmente es especial —dije, impresionada—. ¿Tú hiciste todo esto?
—Con un poco de ayuda del gallo —bromeó Daniel, guiñándome un ojo—. Creo que quería asegurarse de que no te lo perdieras.
Me reí, olvidando por un momento mi despertar accidentado. Daniel tiró de una silla para que me sentara, y cuando lo hice, me di cuenta de lo afortunada que era por tenerlo a mi lado, incluso en las mañanas más caóticas.
Justo cuando estaba a punto de morder una arepa recién horneada, escuché voces y risas que se acercaban al comedor.
Primero entraron Marta y Juan, seguidos de Ana, Pablo, y Carlos, todos con expresiones de alegría y entusiasmo en sus rostros. Parecía que el bullicio de la casa comenzaba temprano, y la energía de la familia era contagiosa.
—¡Buenos días! —exclamó Marta, con una sonrisa cálida—. ¿Cómo amanecieron?
—Buenos días —respondí, correspondiendo a su amabilidad—. Amanecí bien...
Aunque el gallo tuvo algo que ver con que me despertara temprano.
Todos se rieron, y Pablo añadió con una sonrisa traviesa:
—Ese gallo es nuestro despertador personal. Al principio es molesto, pero te acostumbras. Eventualmente.
Carlos se acercó a la mesa, observando el desayuno.
—Veo que Daniel sacó a relucir sus habilidades culinarias —dijo, sirviéndose un poco de jugo—. No siempre lo hace, así que esto es un lujo, Romina.
Daniel se encogió de hombros, tratando de restarle importancia.
—Solo quería que Romina disfrutara de su primera mañana aquí —dijo con modestia.
—Pues lo has conseguido, hijo —dijo Juan mientras se servía un plato—. Este desayuno huele delicioso.
Ana, que había estado observando la escena con una sonrisa divertida, se sentó a mi lado.
—Entonces, Romina, ¿Qué te parece el campo? —preguntó con curiosidad.
—Es una experiencia completamente nueva para mí, pero debo admitir que me gusta —respondí—. Es muy diferente a lo que estoy acostumbrada, pero la tranquilidad y la naturaleza tienen su encanto.
Marta, que había estado sirviendo café, intervino con su voz amable.
—Estoy segura de que te adaptarás rápidamente. Este lugar tiene su propia magia, y si te gusta la paz y la tranquilidad, entonces te sentirás como en casa. Además, deberías conocer el rancho más tarde, dile a Daniel que te lleve a recorrer el río.
La abuela Teresa entró en el comedor, acompañada del abuelo Eduardo. A pesar de su edad, Teresa tenía una energía vibrante y una sonrisa que iluminaba la habitación.
—¡Ah, veo que la mesa está llena de vida esta mañana! —exclamó Teresa, acercándose para darme un abrazo—. ¿Cómo dormiste, querida?
—Dormí bien, aunque el gallo me dio una sorpresa temprana —respondí, devolviéndole el abrazo a la abuela Teresa.
Ella se rio, palmeando suavemente mi espalda.
—Ese gallo tiene un reloj interno, siempre sabe cuándo es el momento perfecto para despertar a todos —dijo con un guiño cómplice.
—Y parece que decidió que hoy era mi turno —añadí, sonriendo.
La conversación en la mesa fluía con naturalidad. Todos compartían anécdotas sobre la vida en el campo, las tareas del día, y los planes para la tarde. A pesar de ser una recién llegada, me sentía acogida, como si fuera parte de la familia.
Mientras desayunábamos, observaba a cada uno de los miembros de la familia. Había una calidez en sus interacciones, una camaradería que se sentía genuina. Me hizo pensar en lo diferente que era este lugar de mi vida habitual, llena de compromisos y horarios estrictos. Aquí, las cosas parecían fluir con una calma que rara vez experimentaba.