Daniel
Romina estaba junto a mí en el asiento del copiloto, tan tensa que parecía una cuerda a punto de romperse. Podía sentir la distancia que intentaba poner entre nosotros, pero me negaba a aceptarla. Había llegado el momento de actuar. Si Romina pensaba que me rendiría tan fácilmente, estaba equivocada.
Mientras conducía hacia el banco, mis pensamientos giraban en torno a lo que había pasado en el bar. Tenía que encontrar una forma de explicarme y, más que eso, tenía que evitar que se fuera sin darme una segunda oportunidad.
Llegamos al banco, y ella bajó sin mirarme. Me quedé en el coche, observando cómo entraba con determinación. La admiraba, aunque en este momento esa misma determinación me estaba jugando en contra. Mientras esperaba, revisé rápidamente mi teléfono. Ya tenía el contacto del amigo que había llamado para arreglar su auto. Todo iba según lo planeado.
Cuando salió del banco, me miró con una mezcla de cansancio y desconfianza.
—Vamos a la agencia de viajes, por favor —dijo, subiendo nuevamente al coche.
—Claro —respondí, encendiendo el motor—. Pero antes de eso, hay algo que necesito mostrarte.
Romina frunció el ceño, obviamente desconfiando de mis intenciones.
—No tengo tiempo para desvíos, Daniel. Estoy contra el reloj con todo esto.
—Será rápido, lo prometo —insistí, girando en una dirección distinta a la que habíamos acordado.
Romina suspiró, pero no dijo nada. Mientras conducía, me preguntaba si estaba haciendo lo correcto. Estaba jugando con fuego, y lo sabía, pero si ella se iba, lo perdería todo. Así que seguí adelante.
La llevé a un lugar que solía ser especial para nosotros: un pequeño parque a las afueras de la ciudad, donde habíamos tenido varias citas cuando todo entre nosotros era fácil y sencillo. El lugar estaba vacío, y los árboles que nos rodeaban estaban teñidos de los colores del otoño. Me detuve, y Romina me miró, claramente molesta.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó con los brazos cruzados.
—Quería que vinieras aquí para recordarte algo —respondí, saliendo del coche y rodeando hasta su puerta para abrirla—. Por favor, dame unos minutos.
Ella me miró, dubitativa, pero finalmente salió del coche.
—No entiendo qué intentas hacer —dijo mientras me seguía hacia un banco bajo un árbol grande—. Esto no cambiará mi decisión.
—Tal vez no —admití—, pero necesito que recuerdes lo que éramos antes de todo esto. Antes de las confusiones, antes de que Daniela intentara meterse entre nosotros.
Romina me miró, sus ojos llenos de una mezcla de dolor y algo que no pude identificar. Me sentí desesperado por acercarme a ella, pero me contuve. No quería presionarla demasiado.
—Daniel, ya no importa. —Su voz sonaba cansada, como si toda la lucha que había en ella se estuviera desvaneciendo—. Acepté el trabajo porque es lo mejor para mí. No podemos seguir atrapados en lo que éramos antes.
Romina bajó la mirada, mordiéndose el labio. Parecía estar debatiéndose internamente, pero sabía que no sería fácil convencerla.
—No puedo basar mi vida en lo que pudo o no pudo ser. Necesito seguir adelante. —dijo finalmente.
—Entonces, deja que te demuestre que esto puede funcionar —dije, sintiendo una desesperación que nunca antes había sentido—. Dime qué necesitas para quedarte, y lo haré.
Romina se quedó en silencio, mirando al suelo. Finalmente, negó con la cabeza.
—No puedo hacer eso, Daniel. No puedo quedarme y seguir lastimándome. Ya tomé mi decisión.
Sentí un nudo en el estómago, pero no iba a rendirme. Sabía que me quedaba una última jugada.
—Está bien —dije, intentando sonar tranquilo—. Te llevaré a la agencia de viajes. Pero prométeme que, si logras todo lo que quieres en Londres, si realmente eres feliz allá, no mirarás atrás.
Romina me miró, sorprendida por mis palabras, pero asintió.
—Lo prometo.
La llevé a la agencia, pero mi mente ya estaba trabajando en la próxima movida. Estaba jugando sucio, pero no me quedaba otra opción. Si Romina pensaba que se iría sin que yo hiciera todo lo posible por evitarlo, estaba subestimando lo que estaba dispuesto a hacer.
La agencia de viajes era un edificio de ladrillo antiguo en el centro de la ciudad. Las ventanas, decoradas con imágenes de destinos exóticos y escapadas románticas, parecían burlarse de mí. Romina salió del coche con una expresión neutra, y yo hice lo mismo, pero mi mente seguía en ebullición, buscando la forma de extender esos últimos minutos que nos quedaban juntos.
—Gracias por traerme —dijo ella, ajustando su bolso en el hombro y comenzando a caminar hacia la puerta.
—Espera un segundo, Romina. —Mi voz salió más rápida de lo que planeaba. Ella se detuvo y me miró por encima del hombro, una ceja levantada.
—¿Qué pasa ahora, Daniel? Ya te he dado suficiente tiempo.
Respiré hondo, preparándome para el siguiente paso. Era ahora o nunca.
—Solo quiero saber si… si podríamos hablar una última vez, fuera de todo esto. Sin el trabajo, sin los viajes, sin la presión de tomar una decisión ahora mismo. Solo tú y yo. Una cena, esta noche. —La miré, intentando encontrar alguna chispa en sus ojos que me diera esperanza—. Si después de eso sigues queriendo irte, no volveré a insistir. Pero dame esta oportunidad.
Romina suspiró y se pasó una mano por el cabello, claramente cansada de la situación.
—Daniel, ya no sé qué más decirte. —Parecía estar luchando consigo misma, y pude ver el conflicto en sus ojos—. No creo que una cena vaya a cambiar nada. Todo esto… —Hizo un gesto con la mano—, es demasiado complicado.
—No pido que cambies de decisión ahora. Solo te pido una noche para recordar lo que una vez significamos el uno para el otro. Y si después de eso decides que nada puede salvar esto, lo aceptaré.
Ella permaneció en silencio unos segundos que se me hicieron eternos. Sentí que el tiempo se detenía, que todo dependía de esa respuesta.