Aprendiendo cuentos

La maestra del silencio

Había una vez en un pequeño pueblo rodeado de bosques una escuela muy peculiar. No era una escuela común, con pupitres y libros, sino un lugar donde los estudiantes aprendían sin palabras. En esta escuela enseñaba una mujer llamada Sira, conocida como La Maestra del Silencio.

Los niños que asistían a sus clases eran aquellos que no encajaban en las otras escuelas. Algunos eran inquietos, otros no podían concentrarse, y otros no entendían las lecciones habituales que los maestros solían impartir. Sus padres, desesperados, los llevaban a Sira con la esperanza de que ella pudiera ayudarlos.

Pero Sira no enseñaba como los demás. No hablaba mucho, casi nunca daba instrucciones directas. En su lugar, los llevaba al bosque, a las montañas o junto al río. Les daba herramientas sencillas: una cuerda, un palo, una piedra, y les pedía que observaran, escucharan, y sintieran el mundo a su alrededor.

Una de las alumnas era una niña llamada Lía, que se frustraba fácilmente porque nunca parecía entender las lecciones en su escuela anterior. Cuando sus padres la enviaron con Sira, Lía estaba cansada de sentirse incapaz de aprender. Esperaba que esta maestra fuera como las demás, pero al llegar, se sorprendió de la calma y el silencio que reinaban en la escuela.

El primer día, Sira llevó a Lía y a los demás niños al bosque y les entregó un cuenco de agua a cada uno. Luego les dijo simplemente: "Encuentren la respuesta."

Lía frunció el ceño. ¿La respuesta a qué?, pensó. Miró el cuenco, confusa. Pero Sira no explicó más. Solo se sentó bajo un árbol cercano, observando en silencio.

Los niños pasaron horas mirando sus cuencos de agua, algunos los agitaban, otros intentaban vaciarlos para encontrar una pista oculta, pero nadie sabía qué respuesta debían buscar. Lía, frustrada, caminó hasta donde estaba Sira.

—No entiendo. ¿Qué se supone que debemos hacer? —preguntó, molesta.

Sira la miró con suavidad y, en lugar de responder, señaló hacia el cuenco de agua de Lía. La niña, suspirando, volvió a su lugar y se sentó, tratando de calmar su mente.

Mientras el día avanzaba, Lía comenzó a observar con más detenimiento. El agua en su cuenco reflejaba el cielo, las hojas que caían, y su propio rostro. Poco a poco, dejó de sentir la necesidad de encontrar una respuesta inmediata. Empezó a notar cosas que antes no había visto: la forma en que el agua se movía con el viento, cómo las gotas bailaban sobre la superficie, cómo su propia respiración hacía pequeñas ondas en el agua.

Y entonces, lo entendió.

La lección no estaba en las palabras ni en un problema específico a resolver, sino en aprender a observar, a estar presente, a escuchar sin prisa. La respuesta no era algo que se pudiera explicar en un libro o memorizar en una lección. Era algo que se encontraba en el proceso de aprender a estar en sintonía con el momento.

Esa tarde, cuando Sira reunió a los estudiantes para volver al pueblo, Lía se acercó a ella con una sonrisa.

—Creo que encontré la respuesta —dijo.

Sira sonrió y asintió levemente.

—El aprendizaje no siempre se trata de entender de inmediato —dijo Sira por primera vez en todo el día—. A veces, se trata de escuchar lo que el mundo te está diciendo, aunque no sea con palabras.

Día tras día, las lecciones en la escuela de Sira continuaron de la misma manera. Los estudiantes aprendieron a observar las estaciones cambiar, a sentir el ritmo del viento, a comprender los ciclos de la naturaleza. Pero más allá de eso, aprendieron a confiar en su propio proceso de aprendizaje, a no desesperarse si no entendían algo de inmediato. Aprendieron que las respuestas no siempre llegan cuando se les busca con prisa, sino cuando se les da el espacio para florecer.

Con el tiempo, Lía se convirtió en una de las estudiantes más curiosas. Lo que antes le causaba frustración, ahora era un desafío emocionante. Había aprendido algo invaluable: el verdadero aprendizaje no es solo acumular conocimiento, sino desarrollar la paciencia, la observación y la apertura para recibirlo.

Cuando terminó su tiempo en la escuela de Sira, Lía se fue con una nueva comprensión del mundo y de sí misma. Ya no temía no saber algo, porque entendía que aprender no era un destino, sino un camino, uno que no necesitaba apresurarse. Sabía que la vida estaba llena de lecciones escondidas en los rincones más silenciosos y que, a veces, las respuestas más profundas solo podían encontrarse cuando uno aprendía a escuchar el silencio.



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En el texto hay: recopilacion

Editado: 22.09.2024

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