En la vasta sabana, donde el sol brilla intensamente y el viento acaricia las hojas de los árboles, vivía un imponente león llamado Leo. Era fuerte, valiente y muy respetado por todos los animales del lugar. Un día, después de cazar, Leo decidió descansar a la sombra de un gran árbol. Cerró los ojos y pronto cayó en un profundo sueño.
Cerca del lugar, un pequeño ratón llamado Max correteaba entre los arbustos. Max era conocido por ser travieso y curioso, siempre buscando algo nuevo que explorar. Mientras jugaba, se dio cuenta de la enorme figura de Leo dormido bajo el árbol. Una idea traviesa cruzó su mente: “¡Sería divertido molestar al rey de la selva!”
Max, sin pensar en las consecuencias, corrió hasta donde dormía Leo y comenzó a trepar por su melena. Saltaba de un lado a otro, riéndose en voz baja, disfrutando de su travesura. Sin embargo, en uno de sus saltos, Max pisó la nariz del león, despertándolo de golpe.
Leo abrió los ojos y atrapó al ratón con una de sus grandes patas.
—¿Qué crees que estás haciendo? —rugió el león con voz profunda, mirándolo con enojo.
Max tembló de miedo. Sabía que había cometido un gran error. —Lo siento, lo siento mucho —dijo el ratón rápidamente—. Solo estaba jugando, no quería molestarte, por favor, no me hagas daño.
Leo miró al pequeño ratón tembloroso en su pata. Podía sentir su miedo, y aunque estaba molesto por haber sido despertado de su siesta, algo en su interior le dijo que este ratón no merecía castigo.
—Podría comerte ahora mismo —dijo Leo, frunciendo el ceño—, pero no lo haré.
Max parpadeó, sorprendido. —¿De verdad me vas a perdonar?
Leo asintió lentamente. —Sí, te perdonaré, pero espero que aprendas de esto. Las travesuras pueden tener consecuencias, y no siempre todos estarán dispuestos a perdonarte.
Max, aliviado y agradecido, prometió que nunca más volvería a molestar a nadie de esa manera. Leo lo soltó y vio cómo el pequeño ratón corría rápidamente hacia su agujero.
—Gracias, Leo. Nunca olvidaré tu bondad —gritó Max antes de desaparecer entre la hierba alta.
Pasaron varios días y la vida en la sabana continuó como siempre. Leo cazaba, patrullaba su territorio y disfrutaba de sus siestas bajo el mismo árbol. Un día, mientras exploraba una nueva área de la sabana, cayó en una trampa tendida por cazadores humanos. Una gran red lo atrapó, y por más que intentaba liberarse, cada movimiento lo enredaba más.
Leo rugió con todas sus fuerzas, pero los cazadores no estaban cerca para escucharlo. Desesperado y cansado, se tumbó en el suelo, sabiendo que podría ser su fin.
En ese momento, una pequeña figura apareció entre la hierba. Era Max, el ratón al que Leo había perdonado. Al ver a su gran amigo en peligro, Max no dudó en actuar.
—¡Leo! ¡Estoy aquí! —gritó Max.
—Max... —dijo Leo, con voz débil—. Estoy atrapado. No puedo salir de esta red.
Max, aunque pequeño, sabía que podía hacer algo. Se acercó a la red y comenzó a morder los hilos con sus pequeños y afilados dientes. Trabajó incansablemente, mordiendo y cortando los hilos uno por uno. Después de un rato, logró hacer un agujero lo suficientemente grande para que Leo pudiera liberarse.
Leo salió de la red, sorprendido y agradecido por la valentía del ratón.
—No lo puedo creer —dijo Leo—. ¡Me has salvado!
Max sonrió, un poco tímido. —Tú me perdonaste cuando no lo merecía. Es lo menos que podía hacer por ti.
Leo miró al pequeño ratón con admiración. A veces, los más pequeños pueden hacer los gestos más grandes. Se dio cuenta de que, al perdonar a Max, no solo había mostrado bondad, sino que también había ganado un verdadero amigo.
—Gracias, Max —dijo Leo—. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí hoy.
Max, feliz de haber podido ayudar, respondió: —Y yo nunca olvidaré tu perdón. Me enseñaste que el perdón no solo es un regalo para quien lo recibe, sino también para quien lo da.
Desde ese día, Leo y Max se convirtieron en grandes amigos. El león aprendió que a veces, el poder no está en la fuerza, sino en el corazón, y Max comprendió que una acción bondadosa puede cambiarlo todo.