Aprendiz

Cadenas

Al despertar, luego de lo que parecieron horas eternas, Regina sintió cómo sus muñecas le ardían con extrema exageración. El metal que la aprisionaba estaba generando una gran presión sobre ellas y provocó que pequeñas heridas se abrieran en la piel delgada de sus manos.

El cuerpo le imploraba movimiento y la mente algo de coherencia. Había pasado largo rato intentando zafarse hasta que se quedó dormida y notó que estaba por oscurecer otra vez. Ni siquiera comprendía cómo es que pudo conciliar el sueño; quizá era culpa del cansancio, o de la ira, o del dolor…

Pequeños rayos de luz de la tarde se colaban por los huecos de la gruesa pared de piedra del cuarto deplorable donde la encerraron. La mujer, en su desesperación, sentía con mayor fuerza cómo su piel le rogaba un poco de calor cada vez que el frío traspasaba sus ropas que no eran suficientes para aquel mal clima. Uno de esos rayos más cercanos la ayudó a calentarse y dejó reposar sus manos debajo de él. La luz que con cada minuto se hacía más tenue dejó al descubierto las visibles marcas que dolían. Dos anchas cadenas colgaban de la pared y terminaban en las dos incómodas pulseras de hierro. Al verlas, recordó cómo un hombre la condujo a rastras hasta ese horrendo cuartucho y la lanzó al suelo de un empujón, para después atarla sin compasión. Tenía frío, tenía hambre y tenía una profunda sed de venganza que contenía guardada para sacarla cuando tuviese una oportunidad.

—¡Abran esa maldita puerta! ¡¿Cómo pueden tratar a alguien así?! Cobardes, vengan a dar la cara ahora. ¿Qué no me oyen? —gritó eufórica luego de más de un día sin que nadie apareciese ni por error. Estaba convencida de que las cosas tomarían un rumbo muy distinto a partir de aquella lucha y eso la atemorizaba aunque no lo reconociera ni para ella misma. «Un futuro demasiado incierto es siempre un seguro mal trago», pensaba.

Los minutos transcurrieron sin tener en realidad noción del tiempo, aunque cada instante que pasaba se desesperaba más. Parecía que se habían olvidado de ella. «¿Y sí van a comerme y por eso tardan tanto? ¿O es que me dejarán aquí hasta que muera de hambre y sed o termine enloqueciendo primero y me quite la vida con mis propias manos para ahorrarles el esfuerzo? ¡No! Eso jamás», se dijo en un momento de debilidad.

La noche se hizo presente con una lentitud extrema hasta que, para su sorpresa, la puerta rechinó sonora y apareció detrás de ella una silueta. Poco a poco dicha silueta se fue acercando con pasos lentos y Regina lo reconoció enseguida. Era el mismo con quien tuvo el encuentro la noche anterior; ese que ordenó su detención.

—¡Tú! —exclamó hostil, levantándose como pudo a pesar de las cadenas—. ¿A qué has venido? ¿A matarme? ¿A burlarte? Haz lo que tengas que hacer de una vez, no me gusta respirar cerca de ti.

El desconocido no se inmutó y permaneció de pie a poco menos de dos metros de ella.

—¡Error! Yo no soy el que te tiene aquí —respondió con una voz más cálida, aunque seguía manteniendo su irritante actitud—. Te di la oportunidad de marcharte y en cambio quisiste encerrarte sola. Preferiste ser una prisionera antes que tus aliados lo fuesen. —Su cara retorcida figuraba asco.

—Tienen el derecho de vivir libres, son personas, como tú y yo —dijo, intentando calmarse y dialogar.

—¡Tú y yo no somos iguales! —afirmó tajante y dio dos pasos, acercándose todavía más a ella—. No vuelvas a compararme con ellos ¡jamás! Y no hables aquí de derechos, ni de libertad, o…

—¿O? —lo interrumpió sosteniéndole la mirada a ese hombre que consideraba insoportable—. ¿Qué vas a hacerme? ¿Golpearme? ¿Torturarme? ¿Servirme de cena?

Él la miró de arriba abajo y sonrió con malicia.

—No creo que se pueda alimentar ni a tres personas con lo que ofreces.

—Te equivocas conmigo. Tienes que ser más ingenioso para asustarme, soy más fuerte de lo que crees.

—Veremos cuán fuerte eres sin comida por unos días. El hambre, cuando llega, cambia por completo toda la perspectiva de cualquiera —amenazó. Luego salió con rapidez de la habitación cerrando la puerta de un empujón, no sin antes lanzarle un vistazo a su prisionera, quien se mantuvo inmóvil con el odio encendido como jamás lo había sentido antes.

 

De nuevo el tiempo transcurrió con lentitud y decenas de dudas irrumpieron en sus pensamientos: «¿Qué va a pasar conmigo? ¿Qué estarán pensando ahora mis padres? ¿Quiénes son estas personas?…». Los cuestionamientos iban en ascenso al darse cuenta de que existía un lugar que en Isadora ignoraban. Al saber que tenían construcciones tenía claro que no trataba con errantes, y el que se mantuvieran preparados para cualquier ataque le recalcaba que tampoco eran pacíficos… Así pasaron más de dos horas de preguntas sin respuestas, hasta que el rechinar de la vieja puerta anunció otra visita.

—¡Lárgate de aquí, estorbo! —exclamó convencida de que el tipo de la capa regresaba otra vez para molestarla y no estaba de humor como para otra de sus charlas. Para su sorpresa, vio a otro hombre aparecer en la entrada de su celda con una charola llena de comida en las manos—. ¡Oh! Ofrezco una disculpa, pensé que era… otra persona.

El extraño caminó hacia donde se encontraba sentada Regina.

—Sí, me lo he imaginado —dijo con inesperada educación y colocó frente a ella la charola con alimentos que sabía que le hacían falta—. Debes comer, estoy seguro de que tienes hambre.




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