Aprendiz

Desacuerdo

Esa tarde Regina, quien ahora era llamada Luna, decidió mantenerse recostada sobre la cama a pesar de que ya había despertado hacía varios minutos. Y es que acababa de tener uno de los sueños más difíciles del mes. Pasó en vela todas las noches de dos eternas semanas como era costumbre en ese extraño pueblo; sin duda aquellos nuevos hábitos comenzaban a mermar sus energías y optó por quedarse por un rato más para permitirse descansar y olvidar las pesadillas.

Así, se mantuvo con los ojos abiertos, pensando en cómo su vida cambió dando un giro completo y bastante raro. De pronto se encontró observando el techo y recordó la forma en que se sentía en Isadora, con ese techo desdichado que parecía querer desplomarse cada noche sobre ella, aplastándola con maldad, asfixiándola en la solitaria habitación de su fría casa… Aún seguía sintiendo temor por eso, pero existía una mínima diferencia en este nuevo lugar: esta vez el techo que tantas noches la aterrorizó parecía moverse solo un poco, columpiándose indeciso… Era evidente que sus miedos no funcionaban de igual forma allí.

—¿Y ahora qué hago? —se preguntó agobiada sabiendo que no sentía sueño y todavía faltaban un par de horas para que la vida fantasmal de esa gente comenzara—. ¡Necesito algo de sol! ¡No puedo vivir así! —Se sentía desesperada y recordó que en Isadora tenía la extraña costumbre de pararse frente a la mañana y cerrar los ojos por unos segundos; unos segundos que le daban fuerzas para seguir con su día, haciéndola creer que era libre igual que el viento que chocaba con su rostro. En ese momento sin duda lo requería con urgencia.

Decidida saltó del lecho, esperando encontrar a alguien despierto para que la acompañase a dar un paseo diurno aunque fuera por un rápido momento. ¡En serio extrañaba el día! De inmediato se cambió la ropa de dormir, salió y recorrió el pasillo de las habitaciones, luego la cocina, el comedor, ¡todo!, pero nadie apareció para ayudarla.

La mujer sentía la enorme necesidad de salir cuanto antes de la gran casa. Los encierros la ponían nerviosa y la volvían insufrible. Así que, como un acto reflejo, movió la puerta y descubrió que esta cedió al menor impulso; ¡estaba abierta y nadie vigilaba!

Salió del lugar sin un ápice de duda y los rayos le cegaron la vista. Pudo darse cuenta de que ya estaba olvidando la luz del día y tuvo que cubrirse la cara con la mano para esperar a que sus ojos volviesen a acondicionarse. Al hacerse nítido el paisaje, descubrió lo solitario que se presentaba todo aquello: ningún alma deambulaba por las calles, nadie trabajaba ni salía de casa; entonces resolvió caminar aunque fuese a solas. Degustó el dulce aroma del pasto que tanto le gustaba, se regocijó con el tórrido sol, y pronto se percató de que tenía frente a sus ojos una alternativa; la oportunidad que quizá no se le iba a poder presentar otra vez: ¡podía irse! Nadie la cuidaba y el camino se encontraba libre y solo. Allí no había murallas que evitaran que se fuera, solo un montón de árboles rodeaban el lugar, árboles incapaces de impedirle el paso.

Su mente comenzó a dar vueltas y a sopesar el dilema. Si se marchaba volvería a su vida y vería a su familia, a su hermana, a sus compañeros… Si no lo hacía se quedaría en otro sitio que en realidad no le parecía tan malo… Y estaba Alí, él también se estaba volviendo importante a pesar de haberlo conocido hacía poco menos de un mes.

—¿Qué hago? —se preguntó desesperada. Pero entonces recordó las palabras de León. Seguro ellos buscarían cobrar venganza por su falta de palabra y ella no toleraría que insinuaran siquiera que sus promesas no tenían valor.

Reflexionó en cómo sería su regreso a su casa, seguro no la recibirían con abrazos y una gran fiesta. El simple hecho de imaginar un desaire de quienes amaba le era insoportable. Entonces, mientras deambulaba por una calle cualquiera, regresó con calma a la casa que la hospedaba y se introdujo en su habitación, esperando a que el futuro la alcanzara.

 

Pasaron algunas horas hasta que por fin comenzó poco a poco a oscurecer. Era como si el engreído astro se negara tajante a esconderse para hacerle el pasar del tiempo más difícil. Sin desearlo el hambre llegó y Luna salió de la habitación con dirección hacia la cocina, pero su andar y el silencio que reinaba fue interrumpido por murmullos, voces que venían de la oficina que estaba de paso. León hablaba con alguien más y aún era pronto para estar despiertos.

Una enorme curiosidad la invadió y, titubeante, se acercó hacia la puerta cerrada. Jamás había husmeado como si fuese una entrometida, pero aquello no parecía ser una plática cualquiera.

—¡Es una decisión tomada y no puedes cambiarla! —dijo León de forma determinante.

—Pero ¿por qué? ¡No puedo permitirlo! ¡Tú más que nadie sabe que no puedo permitirlo! —pronunció otra voz que Luna identificó de inmediato. Alí discutía con él y parecía atormentado con sus palabras.

—¡Lo siento! Tienes que decirle cuanto antes, será mejor así. Las cosas tienen un rumbo y no intentes cambiarlo. —El hombre sonaba autoritario a pesar de que Alí era uno o dos años mayor.

—¿Cómo puedes? Pensé que era tu amigo, pero creo… que me equivoqué —musitó, apenas soltando las últimas palabras.

—No confundas esto, ¡sabes que no se puede! —Para sorpresa de Regina, el mismo sujeto que la encerró ahora se escuchaba un tanto agobiado—. Cometí un error y debo enmendarlo. Deja que se marche, no pertenece a este pueblo. Te lo pido como mi hermano que dices ser. —Su fraternidad era más que obvia.




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