2 de agosto. Luna creciente.
La ciudad aún dormía cuando las hermanas Acaleth cruzaron los límites del concreto hacia lo oculto.
Yaxche, con la llave colgando de su cuello, caminaba en silencio junto a Zazil, de 18 años, y Nikte, de 16.
A esas horas, el bosque detrás del Cerro de la Estrella parecía más denso de lo habitual. El aire estaba cargado de humedad y magia antigua. Cada paso que daban sobre la tierra húmeda parecía despertar murmullos bajo el suelo.
El camino no era visible para ojos mundanos.
Zazil guiaba con una seguridad silenciosa. Su linterna de obsidiana no emitía luz, pero brillaba con un resplandor tenue que solo ellas podían ver.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Nikte, empujando suavemente a Yaxche.
—Un poco —susurró ella.
—Tranquila. Las raíces siempre llevan donde deben —respondió Zazil, sin girarse.
Después de veinte minutos de caminata, llegaron a un claro oculto por árboles torcidos y musgo espeso. Allí, la tierra parecía respirar.
En el centro del claro, un círculo de hongos blancos crecía perfecto, sin hojas dentro de su borde. Era el tipo de formación que su madre les había enseñado a nunca pisar sin permiso.
Un círculo de hadas.
Zazil levantó la mano para detenerlas.
—Antes de cruzar, debemos honrar el paso.
El Velo es un puente. No una puerta.
Extendió los brazos y cerró los ojos. Su voz resonó como un canto bajo:
“Oh Madre Tierra, de piel de raíz y memoria antigua,
Cedemos nuestras formas a tu cauce sagrado.
Permítenos cruzar sin dañar, y ser una contigo.
Aquí estamos, tus hijas de barro, sangre y aliento.”
El viento cambió de dirección.
Las hojas se agitaron.
Y el círculo… reconoció la sangre Acaleth.
Zazil fue la primera en entrar. Las raíces comenzaron a emerger lentamente del suelo, como si los árboles estiraran sus dedos para envolverlas.
Nikte entró enseguida, sujetando la mano de Yaxche, quien dio un paso tembloroso pero decidido.
En cuanto las tres estuvieron dentro, las raíces subieron como una ola vegetal, envolviéndolas formando una capsula que las cubrió por completo y dentro no se podía ver nada. Era como ser abrazada por la tierra. Todo se oscureció.
Y luego, silencio.
Cuando abrieron los ojos, estaban en otra tierra.
Las raíces se retiraron con suavidad, dejando a las tres paradas en un pasillo de piedra rodeado de árboles altísimos, imposibles de ver desde el mundo normal.
A su alrededor, el aire era espeso con magia.
Flores que brillaban con luz propia se mecían con su paso.
Grillos y cuervos cantaban juntos.
Y ante ellas, al fondo del sendero, se alzaban las torres grises, cubiertas de hiedra, del Colegio de las Artes Ocultas Hécate.
Una campana antigua sonó tres veces.
Y los portones de madera ennegrecida se abrieron.
Zazil apretó la mano de Yaxche.
—Bienvenida al otro lado, donde la magia existe pero no es lo que parece.
Y desde una de las torres más antiguas del colegio, una figura observaba a las hermanas llegar. Su rostro estaba cubierto por un velo negro que no permitía ver sus facciones. Su voz no era más que un murmullo para sí misma:
—La hija del Velo ha cruzado. Y con ella, el eco de lo que una vez se selló…
Las puertas del Colegio de las Artes Ocultas Hécate se abrieron con un crujido largo y profundo, como un suspiro que llevaba siglos esperando.
Las raíces que envolvían a Yaxche, Zazil y Nikte se retiraron lentamente, dejándolas de pie sobre un suelo frío de piedra tallada con símbolos antiguos.
En cuanto pusieron un pie dentro, el aire cambió: denso, húmedo, vivo.
Una voz grave, femenina, con un eco triple que parecía surgir de la piedra misma, pronunció con solemnidad:
—Los caminos divergen.
El conocimiento no se mezcla.
Primer, Segundo y tercer año, ala este.
Cuarto, Quinto y Sexto año, ala sur.
Séptimo y octavo, ala norte.
El corazón de Yaxche dio un pequeño vuelco.
Iban a separarse.
Zazil se giró primero. A sus 18 años, ya imponía con su postura recta, su uniforme azul rey con bordados plateados, y esa calma que solo da el conocimiento. La abrazó con firmeza, como quien sabe que lo importante está por venir.
—Escucha más de lo que hables —le dijo, bajito—. No confíes en todos, pero no le temas a todo.
Y si algo se mueve en la noche… no corras sin pensar.
Yaxche asintió, tragando saliva. Zazil le sostuvo el rostro un momento, y luego le dio su bendición con dos dedos en la frente.
Nikte fue más cálida y caótica. Su uniforme era vino, con bordes dorados que brillaban bajo la luz de las velas. Le apretó los hombros con una sonrisa llena de emoción.
—Nos vemos en el comedor. Seguro nos cruzamos.
Yaxche, si te hablan las paredes, ¡no respondas! Bueno… no siempre.
Se rieron las dos, y por un instante, fue como estar en casa otra vez.
Las vio alejarse, sus pasos resonando en corredores distintos, guiadas por faroles qué cambiaban de color indicando que iban en la dirección correcta, el azul indicaba qué iba en dirección a su aquelarre, amarillo en la incorrecta.
Yaxche quedó sola.
Pero no por mucho.
Siguió el camino hacia el ala este, donde ya se reunían otros estudiantes de primer año.
Tenía la llave colgando al cuello, y aunque su postura era segura, sus dedos la apretaban con fuerza.
Entonces una voz suave, chispeante, la sacó de su concentración:
—¿Tú también despertaste por un perro negro?
Yaxche se giró.
Una chica de piel blanca, cabello lacio y café oscuro, ojos grandes color miel y sonrisa amplia la miraba como si ya fueran amigas.
—Me llamo Jali —dijo—. Mi abuela dice que mi nombre significa “estrella del bosque”.
No sé si es cierto, pero suena bonito, ¿no?
—Soy Yaxche —respondió ella, algo tímida.
—¡Como el árbol sagrado! Eso es hermoso. Dicen que conecta el cielo con la tierra…
Me gusta. Me haces pensar en raíces profundas.