Archivos del Corazón (o del Caos)

El Semáforo Rojo del Destino

Había estado esperando por meses este momento. Me levantaría temprano, me arreglaría con esmero, desayunaría con calma y saldría de casa con tiempo de sobra. Llegaría a la empresa desbordando buena onda y tendría un primer día exitoso laboral . Entonces, ¿cómo diablos es que estaba ahora mismo sentada en una fría celda de comisaría, con las palmas sudadas, rezando para que el Todopoderoso me ayudara a no terminar en la cárcel?

Quizás lo ideal sería comenzar por el principio, ¿verdad? En fin, había iniciado mi día a las 6 am , sintiéndome totalmente renovada y con una energía inusual después de mis nueve horas de sueño perfectas. Tenía mi vestimenta preparada desde la noche anterior, colgada y lista, así que, después de una ducha rápida, cepillarme los dientes y aplicar mi intento apresurado de skin care , ya estaba lista para cambiarme y bajar a desayunar. Un humeante té negro, unas tostadas crujientes con mermelada de frutos rojos y un vaso de agua fresca para comenzar la mañana bien hidratada. Todo iba según el plan. Tomé mi mochila, sintiendo el ligero peso de mis pertenencias, y salí directo a comenzar mi vida adulta a los 23 años. El aire fresco de la mañana me golpeó el rostro, lleno de promesas.

Tomé el primer autobús que me dejaba a unas diez cuadras de mi lugar de trabajo. El trayecto fue tranquilo, y al bajar, el asfalto me jugó una mala pasada: mi tobillo se torció al pisar mal. "¡ADVERTENCIA!", "¡ERROR ERROR!", mi mente disparó señales de advertencias urgentes. "¡Caminar con mucho cuidado!". Sin embargo, esas precauciones se esfumaron en la desesperación por llegar temprano. Corrí velozmente –o al menos lo que yo consideraba una velocidad aceptable–, la mochila rebotando en mi espalda, cuando el semáforo, que ya estaba en verde para el tráfico, se convirtió en una trampa mortal. Un coche, al esquivarme bruscamente, chocó en un estruendo metálico contra un poste de luz, el sonido reverberando en el silencio mañanero.

"¡Mierda!", la palabra se escapó de mis labios como un susurro ahogado.

Para mi defensa, tengo que decir que no podía permitirme llegar tarde a mi primer empleo. Como en contra mía, tengo que admitir que casi mato a alguien.

Me volví en sí, el corazón latiéndome a mil por hora contra las costillas, y corrí directamente hacia el auto destrozado en toda su parte delantera. La puerta del conductor estaba ligeramente abierta y, en mi desesperación e impulso irrefrenable, la abrí de golpe. Tomé al hombre por las mejillas, casi clavándole los dedos en la piel, y lo cacheteé con una fuerza que no sabía que tenía.

Primer Error.

El tipo me miró con la cara más odiosa que jamás había visto; sus ojos se entrecerraron en un gesto de pura furia, una intensidad que me heló la sangre. Bien, me había mandado una grande, tenía que admitirlo, ¿pero mirarme así, como si le hubiera arruinado la vida entera? Fruncí el ceño, el nerviosismo dándome paso a una irritación defensiva.

— ¿Qué mierda estás haciendo? —su voz, grave y rasposa, resonó en el ambiente.

Ok, realmente este tipo iba a matarme antes de que yo lo hiciera con él. Lo sentí.

En un segundo, se desabrochó el cinturón de seguridad con un chasquido, y con sus manos fuertes apartó las mías de su rostro, casi empujándome. Salió del auto, despeinado, con un mechón de cabello oscuro cayéndole sobre la frente, y se cubrió los labios y el mentón con las manos, mientras sus ojos evaluaban con una rabia contenida la parte delantera de su vehículo, ahora un amasijo de metal.

—¿Estás bien? —pregunté, mi voz sonando estúpidamente aguda y fuera de lugar.

Segundo error.

El tipo se dio la vuelta con una lentitud que me pareció una eternidad y caminó hasta mí. Señalándome con un dedo índice tembloroso, apuntó primero a su ceja derecha, donde ya comenzaba a formarse una hinchazón rojiza, y luego a su auto destrozado.

—¿¡TE PARECE QUE ESTOY BIEN!? —su voz, ahora un rugido, sonó tan fuerte que las pocas personas que comenzaban a rodearnos, atraídas por el accidente, se detuvieron en seco. Apreté los tirantes de mi mochila, intentando no sonar tan nerviosa ante la intimidación de su voz y, sobre todo, su altura. Si este tipo, en un ataque de locura, decidía golpearme, me desmayaría automáticamente, sin duda.

Sin embargo, y gracias a Dios, simplemente se quedó mirándome por unos segundos, su mirada perforándome. Luego, sus pasos se dirigieron nuevamente al interior de su auto y sacaron un teléfono celular.

"Va a llamar a la policía", el pensamiento me atravesó como un rayo.

Bien, lo ideal sería quedarme en la escena del accidente y afrontar las consecuencias, pero ¿no perjudicaría irremediablemente mi primer día de trabajo? Esa pregunta fue suficiente. La adrenalina me impulsó. Salí corriendo de ahí, sin mirar atrás.

Tercer error.

Antes de que pudiera llegar a la acera, sentí un fuerte tirón en mi mochila que me hizo retroceder bruscamente hasta chocar con alguien. El impacto me dejó sin aliento.

—¿Estás intentando escapar? —su voz, ahora más cercana, me heló la sangre.

¿Por qué la vida me había castigado con tener piernas tan cortas? Intenté soltarme, forzando con todas mis fuerzas, pero él me tenía bien agarrada. Cuando probé nuevamente, pero esta vez para sacarme la mochila, me tomó el brazo con un agarre firme y ahí se quedó. Mientras con una mano hablaba por teléfono, acusándome de "asesina", "irrespetuosa" y "prófuga de la justicia", con la otra mano me sujetaba con tal fuerza que, definitivamente, me quedarían marcas.

Cuando me cansé de luchar por conseguir mi libertad, lo miré y noté que una fina línea de sangre escurría por su mandíbula. Supuse que la herida en su ceja era más grave de lo que parecía. Al rato, cortó la llamada. Las sirenas, ahora audibles, se acercaban rápidamente y, en cuestión de segundos, la policía y una ambulancia ya estaban con nosotros. Sin soltarme, me arrastró hasta la ambulancia y solo me soltó cuando una paramédica, de amable aspecto, me tomó del brazo.



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En el texto hay: romance, lgbt, amor

Editado: 24.06.2025

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