Durante las vacaciones de verano, un niño de doce años, Ernesto Vallejo, se preparaba para la carrera de los quince kilómetros por eliminatoria. Esta carrera se organizaba anualmente y se iban eliminando a los competidores hasta que al final solo los diez mejores compitieran por el campeonato. Ernesto había entrenado arduamente para este año, logro quedar dentro de esos diez primeros lugares y ahora se preparaba para intentar quedar en primer lugar. Se ajustaba los tenis, el ambiente era tenso y podía sentirse un cierto aire de miedo combinado con nerviosismo, dio el último suspiro y salió a la pista dispuesto a ganar. Por los enormes altavoces que habían colocado se podía escuchar a más de un kilómetro cuando anunciaban a los corredores, indudablemente cuando mencionaron el nombre de Ernesto, su familia y amigos aplaudieron ovacionándolo. Por fin se pudo escuchar el estruendo de aquel disparo de salida, todos los competidores se arrancaron vigorosamente, se podía ver en sus rostros un halo de felicidad.
Habían pasado cerca de cuarenta y cinco minutos, la gente esperaba impaciente en la línea de meta para ver llegar a todos los competidores, la carrera era dura y el sol a media mañana se convertía en un enorme y sofocante obstáculo. Ernesto sentía un leve dolor en la pierna, pensó que quizás solo se trataba de un mal estiramiento realizado al principio de la carrera, lo ignoro siguiendo adelante, sin embargo y para desgracia suya, muy cerca de la meta pudo sentir un piquete fuerte que paso de una punzada a un ardor en toda la extremidad. Sin darse cuenta en que momento y solo dándole el tiempo completo para meter las manos, Ernesto se desplomo sobre el ardiente asfalto. A lo lejos pudo escuchar la voz del que anunciaba a todos cuando llegaban al final. Bernardo González, un compañero de clase, había llegado en primer lugar como desde hacía tres años consecutivos, Ernesto se puso en pie y a pesar de que los paramédicos habían llegado hasta él y le intentaban convencer de que no siguieran, el los ignoro y siguió adelante arrastrando un poco su pierna y levantando su orgullo hasta llegar al final.
Pasaron algunos meses y aunque estudiaba la secundaria, el solo podía pensar en la competencia del siguiente año. Una noche de diciembre, cuando se preparaba para dormir, Ernesto sintió como un aire helado le recorría la piel de la espalda, viro hacia la ventana de su cuarto y la vio abierta, sorprendido, se puso en pie y la cerro, no recordaba haberla abierto en aquella tarde, sin embargo regreso directo a su cama dispuesto a dormir ignorando todo aquello. Alrededor de las dos de la mañana escucho como se abría lentamente la puerta de su closet, volvió a sentir aquella brisa en la espalda y dio un respingo cuando vio que algo salía de ahí, intento ponerse en pie, pero sintió las piernas muy pesadas dejando salir un grito ahogado. Frente a él se encontraba la silueta de lo que parecía ser un hombre de complexión delgada y una altura un poco desmedida, Ernesto se quedó helado bajo las sabanas, el hombre se acercó a él revelando solo la mitad de su rostro por la poca luz de la luna que entraba por la ventana, lucia como un hombre viejo y arrugado. -¿Quién eres?- dijo su voz temblorosa que salía de lo más profundo de la garganta -Hola Ernesto, soy solo un amigo que paso a saludar- Dijo el hombre al tiempo que se frotaba las manos -¿Qué es lo que quieres? ¡Sea lo que sea, tómalo y lárgate!- Dijo Ernesto pegando la espalda contra la pared –Calma, no hay necesidad de ponernos tensos, yo solo vine a ofrecerte un regalo- Dijo el hombre volviendo a las penumbras de la habitación -¿Un regalo?, eres el ladrón más extraño que conozco-dijo Ernesto con una voz titubeante pero curiosamente burlona –Eso, mi estimado es porque yo no soy ningún ladrón, yo soy un amigo- Una sonrisa blanca que resaltaba se dibujaba en aquella silueta -¿Un amigo? Ni siquiera te cosco- Exclamo Ernesto con un aire de valentía –Yo lo sé, tu a mí no, pero yo a ti si y eso Ernesto, es lo que cuenta ahora ¿no crees?- La silueta se difuminaba cada vez más en las sombras y en ocasiones resultaba casi imposible saber exactamente donde estaba aquel hombre -Claro que no, para empezar no puedo aceptar nada de extraños y mucho menos de un extraño que salió de mi armario- Ernesto sentía un ardor extraño en su estómago, como si se estuviera armando de coraje -¡Jum!, Como te lo explico- hizo una pausa -veras, yo soy alguien inmortal que lucha contra la injusticia, y tú, amigo mío, eres tratado con injusticia por ese tal Bernardo- Ernesto sintió un hormigueo en su cerebro, como si le hubiesen dicho que era el ganador de un premio de lotería -¿Tú crees eso?- Pregunto con curiosidad -¡Claro! por eso te regalo este anillo que diseñe especialmente para ti, con el tu correrás una velocidad que ni tu mismo podrás creer- el hombre se materializo justo a un lado de Ernesto, mostrándole la joya reluciente y brillante en un color dorado -¿En serio, debo estar soñando cierto?- dijo tomando el anillo con una mano -¡Oh si claro!, Estas soñando Ernesto, así que toma el anillo y firma aquí- el hombre saco una pequeña libreta algo vieja, doblada y arrugada junto a una pluma con la que le hizo firmar –Pues bien, fue un placer entregarte esto amigo mío, nos veremos muy pronto en un próximo sueño- Ernesto sonrió y coloco el anillo en su mano izquierda y vio como todo a su alrededor tomaba una forma acuosa hasta que todo se volvió negro.