Arde el corazón, ruega el alma

Amor extraviado (Borrador)

Aquella noche, cuando el dolor alcanzó su punto más alto, cuando el corazón no solo se quebró, sino que pareció deshacerse entre sus propias grietas, fue cuando aprendió lo que significaba amar de verdad. Las lágrimas, silenciosas y constantes, formaron ríos de sal que corrían por su rostro hasta caer al suelo, testigos mudos de una pena que no encontraba consuelo.

Arrodillada al pie de la cama, con el alma hecha jirones, no rezaba a ningún dios, sino a la ausencia del mismo. Entre sollozos, murmuraba palabras rotas como quien lanza conjuros al vacío, suplicando que la pócima del desamor surtiera efecto. Que se llevara de una vez por todas esa presencia que seguía habitando su pecho, incluso en la ausencia del otro.

Y fue en esa entrega completa, en ese abismo de vulnerabilidad, donde el amor —no el que idealizó, sino el verdadero, el que duele y transforma— le reveló su rostro. Porque solo quien ha conocido el borde más oscuro del querer, puede después caminar hacia su luz con los ojos abiertos.

Aquella noche silente, donde el llanto no cesaba y el alma se arrastraba como viento herido, comprendió que amar no siempre es aferrarse. A veces, amar de verdad es aprender a soltar, incluso cuando el eco de ese amor sigue resonando en cada rincón del cuerpo. Aun así su corazón… Aun así, su corazón —nublado ante cualquier razón— seguía firme en la permanencia: necio, obstinado ante un amor que se desvanecía en el horizonte, quemándose en el morado de la lujuria, del lujo, de un amor artificial, cegado por doblones de oro.

Sin más que rezar, era lo único que quedaba. Como un suspiro en medio del vendaval, como una vela encendida en la inmensidad del mar. Caerse rendida, sin fuerzas,

ante la invisible mano de un dios que, quizá, solo escucha en el silencio más profundo. Ya no había razones, ni planes, ni escudos. Solo fe cruda, desnuda, una súplica que se alza entre lágrimas secas, esperando que el cielo responda, aunque sea con un murmullo de esperanza…

Con la esperanza de llagar mejor a los oídos de dios, canto ante un santo conocido por ayudar, dar clemencia a cualquier cuestión del corazón, liberando traumas para abrirnos a una vida más sentimental y pasional, unque no era su caso…

Querido San Antonio, nuestro hermano de la fe:

Hoy te imploró, segura de ser escuchada, lo que te pido es para mí bien.

Tú gozas en la felicidad eterna del Señor, junto a la muchedumbre de hermanos glorificados, intercede por mí ante Dios, nuestro padre.

Tú que fuiste testigo de la fe, predicando la buena noticia de Jesús, que consagraste con el inmenso optimismo de la esperanza, que hiciste de tu existencia una llama de amor.

Aumenta nuestra fe.

Refuerza nuestras esperanzas.

Condúcenos por el camino del amor a Dios y a nuestros hermanos.

Concédeme la gracia de tu ayuda, por la que hoy elevó mi oración.

Y llévate este corazón ardiente de pasión, que arde y quema. Arráncamelo, llévatelo, y déjame morir en la monotonía de los sentimientos, antes que me consuma este fugaz y vehemente amor.

Antes de ser un simple tronco que se quema en el fuego de la pasión, sin misericordia, sin consuelo ni redención, ante un amor que no me nombra.

El amor que le tengo es inconmensurable, y él se va, se muere ante mis ojos, se muere en un altar, las flores de azahar trenzan su futuro, y mi destino de padecimientos.

Sabemos que Dios escucha a quienes lo aman y son sus amigos.

Por eso, comprometerme a vivir como hija de Dios por la gracia.

Me comprometo a vivir mi vida con el sacramento de la reconciliación.

San Antonio de Padua, ruega al Señor por mí, por melancolía.

Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.




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