Aressea

Duelo.

                                    Aristella.

 

 Me encuentro en un bosque desconocido, observando a mi alrededor, noto que no es el bosque habitual. A la distancia, diviso una casita blanca y frente a ella, una pareja disfruta del césped. La dama, con cabello blanco que fluye en ondas hasta su espalda y ojos violetas tan profundos como la aurora, luce un vestido azul de fino lino. La cabeza de su amado descansa sobre sus piernas; conversan alegremente, sus dedos entrelazados, mientras él narra historias que provocan su risa y curiosidad. De vez en cuando, él besa su mano con ternura.

De repente, la escena cambia drásticamente: las risas dan paso a gritos desgarradores, el cielo claro se oscurece con nubes grises, y los truenos y relámpagos irrumpen. La pareja, antes relajada, ahora está de pie en medio de una acalorada discusión. Ella lo mira fijamente, y él le ruega que no lo abandone. Con una mano sobre su vientre, ella revela su embarazo. Él ríe con melancolía, su rostro una mezcla de tristeza y alegría.

—¿Es por eso que te vas? Te imploro, dame una oportunidad. Quiero estar a tu lado, con nuestro hijo. No me prives de ese derecho, ni a nuestro bebé de tener un padre. ¡Por favor!

Sin embargo, ella no responde. Deposita un beso en la frente de su esposo y se adentra en el bosque. Me invade el deseo de gritarle al hombre que la siga, que no permita que se escape. Intento ver su rostro, pero antes de lograrlo, él clama con desesperación el nombre de su amada.

—¡REGINA!

Su llamado queda sin respuesta. Inmovilizado en el suelo, no puede levantarse hasta que ella desaparece de su vista. Entonces, se pone de pie y corre en la dirección que ella tomó. La angustia del hombre me oprime, dificultando mi respiración y un dolor agudo en el pecho me llena los ojos de lágrimas. El entorno cambia nuevamente, y veo a una mujer cantando una melodía a una criatura pequeña en sus brazos, que escucha serenamente.

—Duerme, dulce niña, cuídate siempre. Recuerda que tu madre te amará eternamente, mi querida Aristella.

Mi corazón se contrae al ver sus ojos encontrarse con los míos. Ella me sonríe con dulzura, despidiéndose en silencio.


 

Me despierto con el corazón acelerado, las mejillas húmedas por las lágrimas derramadas. "Regina", murmuro, abrazándome en busca de consuelo, el nombre de mi madre. Estoy decidida a desentrañar mis orígenes y mi identidad. Rehúso vivir en la sombra de la duda perpetua.

Una semana ha transcurrido desde mi último encuentro con la torre, el lugar que casi me arrebata la vida. Desde entonces, he redoblado mis esfuerzos en el entrenamiento, buscando fortaleza no solo en el cuerpo sino en el espíritu. Mis lágrimas han sido demasiado frecuentes; es imperativo que domine mis emociones, especialmente lejos de su presencia. Solo así podré regresar a la torre con renovada confianza. A pesar de los encuentros casuales con el señor Sandiel, su indiferencia me reconforta. Ambos hemos mantenido nuestro silencio: él sobre aquella noche fatídica y yo, evitando aquel lugar maldito. Lara, por su parte, se queja de la frialdad de su tío, una actitud que la frustra dado que está acostumbrada al cariño incondicional. He intentado apaciguarla, sugiriendo que la falta de expresividad de su tío no merma su afecto, instándola a ser más comprensiva y a no darle excesiva importancia.

Me encuentro en el jardín, custodiando la seguridad de la princesa y sus distinguidas invitadas, quienes hoy celebran una elegante fiesta de té. Entre las nobles presentes se encuentran Martina, la hija del conde Loran; Casandra, descendiente del barón Faler; y Esmeralda, primogénita del marqués Felipe Aspen. Las demás, cuyos nombres desconozco, pertenecen a las ilustres familias Caser, Meria y King. Todas ellas, de la misma edad, parecen tener como único propósito en la vida el matrimonio con un linaje prestigioso, la ostentación de compañías refinadas y la exhibición de joyas y vestidos. Me mantengo a distancia para permitirles conversar con libertad, aprovechando esos momentos para reposar antes de retomar el entrenamiento.

—Disculpe, ¿puedo solicitarle algo? La voz de Sandiel me saca de mis pensamientos, apareciendo ante mí con una rapidez desconcertante. Su súbita interacción me toma por sorpresa.

—Por supuesto, señor. ¿En qué puedo asistirle? Respondo con cautela. Una sonrisa sutil se dibuja en su rostro, y sus ojos se estrechan con un brillo travieso, presagiando una petición que intuyo no será de mi agrado.

—Verás, he intentado practicar con los soldados del palacio, pero ninguno ha demostrado ser un desafío. He oído que eres excepcional en el campo de entrenamiento, y me preguntaba si te gustaría ser mi compañera de práctica.Mi mirada se torna escéptica, desconfiada. Conocedor de su reputación, temo que este encuentro pueda terminar en un corte traicionero o en un acto de tortura por mero entretenimiento. Al percibir mi hesitación, Sandiel se inclina hacia mí y susurra con un tono que hiela mi sangre:

—Aún recuerdo aquella noche, jovencita. Un escalofrío me recorre al darme cuenta de que pretende usar aquel recuerdo como una herramienta de chantaje. No es amabilidad lo que ofrece, sino una amenaza velada. Mi expresión se endurece, consciente de que no tengo alternativa. Al mirar hacia las jóvenes nobles, Sandiel actúa con rapidez.

—No te preocupes por ellas, mi escolta tomará tu lugar.

Un joven de cabello desordenado, piel bronceada y ojos verdes se adelanta.




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