Aressea

Espejismo

                                      Aristella.

 

Me aproximo a la torre, sintiendo la familiar punzada de reacción de mi ser. Esta ocasión, los ecos del pasado reciente me asaltan, y me prometo no volver la espalda, permanecer vigilante. Al ascender por las escaleras, descubro la puerta final abierta, como una invitación al abismo. Candelabros parpadean en rincones olvidados, proyectando sombras sobre manchas de sangre que salpican el suelo, tiñendo el aire de un aroma metálico. Yace allí un hombre, boca arriba, su piel un mapa de laceraciones y heridas que surcan su abdomen. El ambiente se siente cargado, impregnado de la ausencia de Vayolet, como si su espíritu hubiera escapado precipitadamente. Me acerco, cada paso más incierto que el anterior, y al aproximarme, percibo una tensión sutil en su figura inerte.
Quizás no me recuerdes, mi nombre es Aristella. No tengo intención de lastimarte. Solo deseo ayudarte a sanar, por favor, déjame acercarme.

Él se entrega al silencio, su cuerpo cede ante la quietud. Interpreto su silencio como un permiso tácito. Me aproximo y me inclino sobre él; sus heridas son manantiales de sangre incesantes, con bordes teñidos de un morado enfermizo. Los hematomas oscuros se extienden desde su antebrazo hasta la clavícula, su palidez es anormal. Procedo a sanar sus heridas en un mutismo compartido, él no se queja, ni siquiera entreabre los ojos. Transcurren segundos y su respiración se suaviza, casi como si estuviera sumido en un sueño profundo, espera, está dormido. Finalizo el vendaje, y al rozar su piel con mis dedos, una corriente inesperada recorre mis yemas. De repente, mi visión se nubla, ya no veo su cuerpo; una oscuridad total me envuelve, y recuerdos ajenos asaltan mi mente en una estampida implacable. Incapaz de detenerme en ninguno, me siento abrumada. No entiendo qué sucede, retiro mi mano de su piel y recobro la conciencia. Verifico su rostro para asegurarme de que no ha despertado y exhalo aliviada al verlo aún dormido. Me alejo, permitiéndole continuar su descanso.

Descansa.

Susurro mi despedida, cierro la puerta con delicadeza y abandono el lugar, sintiéndome más serena que antes. De vuelta en mi habitación, los pensamientos sobre lo sucedido dan vueltas en mi cabeza, incapaz de comprender cómo sucedió o por qué mi mente se inundó de recuerdos que no me pertenecen. El agotamiento se apodera de mí y mis ojos se cierran, cayendo en un sueño profundo y oscuro.

 

Me hallo en un palacio, en una estancia desolada cuyo techo de cristal alberga un dibujo: una doncella de cabellos albinos y manto celeste lucha por rescatar a un varón de oscuras hebras de su caída al vacío. La escena destila un cúmulo de sentimientos, desde la amargura del hombre hasta el desespero de la mujer. Rompo el trance que me provocó la imagen y observo a mi alrededor: las paredes de tonos arenosos, el suelo de un gris sombrío y puertas de madera oscura. Todo gira en un torbellino a mi alrededor. El marco desciende lentamente hasta quedar al alcance de mis dedos; al tocarlo, el cristal se quiebra, cayendo en mil fragmentos. Me protejo el rostro con los brazos, y de pronto, un clamor de desesperación y furia inunda el aire. El lamento desgarrador empaña mis ojos, emanando desde fuera del palacio. El entorno se transforma, y ahora me encuentro en un jardín de rosas y orquídeas, dominado por un arco blanco flanqueado por estatuas infantiles. Bajo el arco, un anciano abraza una capa azul, fuente de los gritos que aún resuenan. Llora inconsolable, solo en su castillo con su tormento. Se levanta, y en sus ojos arde la venganza; ha sucumbido al dolor y ha desatado la destrucción. Ha asesinado a un rey, desencadenando la guerra. Contemplo cómo las aldeas arden, los hombres huyen o luchan por su monarca. En medio del conflicto, un joven de cabellos negros se postra ante el anciano, implorando con la mirada que le dé muerte y fin a su sufrimiento. No necesitan palabras; sus ojos transmiten la desolación y la desesperanza compartidas, ambos han perdido a su amada. Amores distintos, dolores distintos, pero unidos por la misma alma. El anciano suelta su espada, posa su mano sobre el hombro del joven y esboza una sonrisa; no de gratitud o alegría, sino de despedida, de pesar y nostalgia. Se gira y se aleja, dejando al joven en la desesperación, viéndolo desvanecerse en la penumbra. Se cuestiona si este es su castigo, vivir con la desolación eternamente. Por un instante, nuestros ojos parecen encontrarse, y aunque el color de los suyos es indescifrable, el dolor en su mirada me arranca del sueño.




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