Aristella.
Despierto sobresaltada, el sueño ha sido tan vívido que los sentimientos de aquellos hombres me han invadido, aún percibo el olor a sangre y azufre en el aire, y los alaridos desesperados resuenan en mis oídos. Los cubro con mis manos, anhelando que la cacofonía cese. Al darme cuenta de que los gritos se intensifican, retiro mis manos y oigo voces que se filtran desde algún rincón del palacio. Me visto a toda prisa y me dirijo a la sala de reuniones, donde un número considerable de soldados se ha congregado. Un grito desgarrador me resulta familiar; es Edalia, de rodillas, implorando por su vida mientras proclama su inocencia con vehemencia.
— ¡POR FAVOR! ¡TIENEN QUE CREERME! ¡NO TENGO NADA QUE VER CON ESTO! ¡SOY INOCENTE!
—Edalia Campus, se le acusa de ser cómplice en el intento de asesinato de la princesa mediante el envenenamiento de alimentos.
Mi cuerpo se paraliza, observo a la mujer, petrificada y aterrorizada, llorando y gritando, luchando por ser oída. Es inocente, lo sé tan bien como ella. Aunque estoy segura de su inocencia, carezco de pruebas para demostrarlo. Sus ojos se encuentran con los míos, espero a que pida mi ayuda, pero en su lugar, su mirada me advierte que no intervenga. Observa la salida y comprendo su mensaje. Me está instando a mantenerme al margen, tratando de protegerme. La indignación me embarga; sé que si la defiendo, ambos sufriríamos las consecuencias. Pero, ¿cómo podría dejarla a su suerte? Estoy consciente de que será ejecutada en este mismo momento por orden del rey, y la acusación es definitiva. Contrariamente a lo esperado, mis emociones toman el control y decido intervenir.
—¿Qué evidencia sostiene la acusación contra ella?
Los soldados se vuelven hacia mí, y Thomas, el de cabello dorado, se adelanta para contestar.
—Por mandato real, su ejecución es inminente. Se le imputa complicidad en un envenenamiento.
—Eso ya lo sé, pero insisto, ¿cuáles son las pruebas?
La impaciencia se dibuja en sus rostros ante mi persistencia. Es entonces cuando Ezquías, el de melena castaña, toma la palabra.
—¿Acaso la palabra de nuestro rey no es acatada? ¿Osáis desafiar un decreto real?
—No es mi intención desafiar, sino comprender. Si existe una acusación, deben existir pruebas, pues nuestro rey es un hombre de justicia. Por tanto, reitero, ¿cuáles son las pruebas que justifican tal ejecución?
Un silencio tenso se apodera del lugar. Ezquías me observa, exasperado, y exhala un suspiro cargado de resignación.
—Entiendo que se aferre a la ausencia de pruebas por su estima hacia la cocinera, pero como ya le he indicado, es una orden real. Las pruebas concretas me son desconocidas; nosotros solo cumplimos con nuestro deber, como debería hacerlo usted también.
Lo que él ignora es que su respuesta me ha brindado la oportunidad de defenderla; la falta de pruebas convincentes es evidente. No me sorprende que busquen condenarla por negligencia o descarte. Me acerco a Edalia, me coloco frente a ella y tomo firmemente la empuñadura de mi espada. Los soldados perciben mi intención y desenvainan sus armas al instante. Siento la mano de la cocinera tirando de mi capa.
—Por favor, deténgase, no intervenga en esto, he vivido lo suficiente, usted debe seguir adelante.
No aparto la mirada de aquellos que me enfrentan, consciente de que cualquier distracción sería fatal. Aun así, los recuerdos de Edalia, su protección silenciosa, los alimentos y el cuidado de mis heridas tras cada castigo, inundan mi mente. Ella permaneció cuando todos me abandonaron, ofreciéndome pequeñas atenciones que nadie más tuvo en ninguna de mis vidas. Me obsequiaba pasteles en cada cumpleaños y me conseguía mis preciadas gotas para los ojos. Mi resolución de no dejarla sola se fortalece ante la certeza de lo que nos espera.
—Edalia, preste atención. Huya por la puerta trasera; nadie conoce el castillo mejor que usted. Por favor, sálvese.
Le susurro estas palabras mientras ella llora, y en un silencio cargado de esperanza, deseo que encuentre su escape. Desenvaino mi espada y me lanzo al combate. Ezquías avanza primero, seguido por los demás. En ese momento, agradezco cada sesión de entrenamiento. Sus espadas se abalanzan sobre mí, pero me muevo con agilidad, flanqueando a Ezquías y, sin dudarlo, le corto el cuello. Repito la acción con los siguientes tres soldados hasta que Thomas, enfrentándome, deja caer su espada.
—No deseo luchar, pero debes saber que te condenas. Es imposible que ella escape del palacio con vida, y tú pagarás las consecuencias.
No tengo tiempo de responder; más soldados irrumpen en la sala. Atacan en masa, algunos logran herirme, mientras otros caen sin vida al suelo. Justo cuando estoy a punto de abatir al último, una flecha se clava en mi brazo. El rey, su hermano y sus guardias hacen su entrada. Klaus, el arquero, retrocede mientras el soldado que retenía se libera de mi agarre. Observo al rey, quien escudriña la sala llena de cadáveres y sangre, las sillas negras y rojas derribadas y más cuerpos sobre la larga mesa. Sus ojos se oscurecen al verme, llenos de ira, intenta avanzar pero algo lo detiene. Aún no he reenvainado mi espada, y Klaus se interpone entre nosotros. Su mirada es un ruego, implorando que cese. Mientras tanto, Sandiel observa la escena con una mezcla de diversión y asombro.
—Aristella, suelta tu espada y ríndete.
es la única petición de Klaus, interrumpida abruptamente por Edward.
—¡¿QUÉ DEMONIOS CREES QUE HACES?! ¿Por qué has matado a tantos de mis hombres?
Intento hablar, pero Thomas emerge de un rincón oscuro de la sala.
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Editado: 19.11.2024