Aristella.
Tras sellar el pacto con Sandiel, quien partió con una sonrisa enigmática, me retiré a la privacidad de mis aposentos. Allí, me despojé de mis vestiduras formales y opté por la comodidad de un pantalón de pana de tono marrón oscuro y una camiseta negra, complementados con botas a juego y guantes que ocultaban mis muñecas. Mi cabello, libre y desenfrenado, era el único testigo de la migraña que me asediaba. Armado con víveres y agua, me encaminé hacia la torre para visitar al muchacho herido.
Al alcanzar el umbral de la torre, la puerta entreabierta me invitó a entrar sin previo aviso. El joven yacía inmóvil, boca arriba. Me aproximé cauteloso, preguntándome si estaría sumido en un sueño profundo. Sus ojos se abrieron brevemente antes de cerrarse de nuevo con un suspiro cargado de fatiga.
—Parece que te encuentras mejor; he traído algo de comer. —anuncié.
Coloqué la comida en el suelo, a su alcance, y me alejé discretamente. Mientras mordisqueaba una manzana, mis ojos no podían apartarse de él. Las vendas que había aplicado habían desaparecido, al igual que las heridas, dejando solo vestigios de hematomas. Con asombro, observé cómo se levantaba, las cadenas de sus muñecas tintineando con cada movimiento. Comenzó a comer con una determinación que desafiaba su condición. A pesar de la incomodidad palpable, no esperaba que tuviera apetito alguno.
Su mirada se clavó en mí con una intensidad que me hizo estremecer.
—Deja de observarme mientras devoro mi alimento; es insoportable.
dijo con una voz áspera y profunda, cargada de un misterio insondable. Me atraganté con la sorpresa, luchando por no asfixiarme con el bocado de manzana. Bebí agua apresuradamente, intentando calmar la tos que amenazaba con ahogarme.Una vez recuperada, lo contemplé de nuevo. Él seguía comiendo, esbozando una sonrisa burlona.
—¿Hablas? Es un milagro, pensé que no tenías voz. Aunque antes solo gruñías, ahora te expresas con palabras.
La emoción me embargaba, pues había estado cavilando sobre cómo comunicarme con él, y su capacidad de hablar simplificaba todo extraordinariamente. Su mirada inquisitiva cuestionaba mi presunción de su mutismo.
—No proferías sonido alguno, ni siquiera un lamento. Era lógico suponer que no podías hablar.
—¿Acaso no se te ocurrió que quizás no deseaba dirigirte la palabra?
—Hablas en pasado... ¿Qué ha cambiado ahora?
El joven desvió la mirada hacia su plato, con un aire de resignación.
—Que el hambre apremia, y deseo saciarla sin ser escrutado como una bestia en exhibición.
Con una sonrisa comprensiva, aparté la vista para concederle la privacidad que anhelaba mientras comía.
Como es mi costumbre, desato un torrente de palabras para aplacar la inquietud que me corroe.
—¿Sabes? Me han tentado con una oferta que rezuma sospecha, y aunque me seduce la idea de explorar lo desconocido, dudo de sus consecuencias. En el palacio, el aire se carga con presagios oscuros. Un intento de asesinato ha sacudido los cimientos de estas antiguas murallas; la cocinera casi perece, víctima de un complot para envenenar a la princesa. El culpable, sin más juicio que la ira real, perdió su cabeza ante la espada del hermano del rey. Y yo, en un acto que me es ajeno, me he batido contra una legión para salvar a Edalia. Actos impropios de mí se vuelven habituales, y emociones desconocidas me asaltan. Aunque sé que tus oídos podrían no hallar deleite en mis palabras, confío en que la compañía, aunque sea en silencio, no te sea molesta. Aunque… ¿realmente me escuchas?”
Levanto la mirada buscando algún atisbo de atención en su rostro, pero lo encuentro absorto en su manjar, ajeno a cualquier cosa que no sea el placer del paladar. Mis labios se tensan en una mueca de desaprobación, y desvío la vista, reacio a interrumpir su festín. Exhalo un suspiro y me sumerjo en el silencio, debatiéndome entre la estancia y la huida. Es entonces cuando su voz, inesperada, me rescata de mi mar de dudas.
—Si la propuesta que te han hecho te parece turbia, recházala. Los misterios del palacio son innumerables, y no todos merecen tu atención, especialmente si buscas la discreción y la supervivencia. Los sentimientos humanos son vastos y variados; no te sorprendas si algunos te resultan extraños al principio. Y sí, te escucho.
Mis labios se separan ligeramente, sorprendidos por la revelación. Lo observo, y él continúa comiendo, ajeno a mi turbación. Una sonrisa incierta se dibuja en mi rostro al recordar sus manos apretando mi cuello. Sin pensarlo, mis dedos rozan la piel aún sensible, y él, percibiendo el gesto, detiene su comida para fijar su mirada en mí. Reúno el coraje para confrontarlo.
—¿Por qué lo hiciste?
Él mastica con calma, cada movimiento deliberado, sin apartar los ojos de mí.
—¿Es una explicación lo que buscas?
Lamo mis labios secos, luchando por mantener la ironía a raya y no soltar alguna tontería. Exhalo un suspiro pesado.
—Claro que sí. Quiero entender por qué me atacaste. No creo haber hecho nada para merecerlo.
Él suspira, una sombra de pesar cruza su rostro mientras contempla su plato. Tras unos instantes de silencio, habla.
—¿Esperabas un recibimiento cálido? ¿Creías que te daría la bienvenida con una sonrisa y una charla amistosa? La amabilidad no surge sin razón, y deberías saberlo, especialmente aquí. Es extraño que una desconocida, incapaz de ocultar sus intenciones, haya dado con esta torre y traído comida. Ambos sabemos que no es tu primera visita.
Siento un nudo en la garganta, intento disimular, por si acaso mis sospechas son infundadas. ¿Cómo podría él saber que no era mi primera vez aquí? A pesar de todo, finjo confusión.
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Editado: 22.11.2024