Aressea

Tutela

                                       Narrador.

 

En la penumbra del despacho, donde el eco de un silencio sepulcral se entremezcla con el canto desesperado de un ruiseñor prisionero, se halla el rey Edward. Sumido en sus pensamientos, rodeado por las paredes carmesíes que susurran secretos ancestrales, su soledad es interrumpida por un estruendo. Las puertas se abren con violencia, revelando la imponente figura de su hermano mayor, quien irrumpe sin previo aviso, con una presencia que desafía la etiqueta y la cortesía.

¿Acaso has olvidado las normas de cortesía? - inquiere Edward, su voz teñida de sarcasmo, aún resentido por la reciente pérdida de un tercio de su guardia a manos de la indómita protectora de su hija. Sandiel, ignorando la pregunta, avanza con determinación hacia la mesa, apoyando sus brazos sobre ella y fijando su mirada en el rey, esbozando una sonrisa que presagia un enigma.

He venido a reclamar la custodia de Aristella; será ella quien se una a mis filas y se forje bajo mi mando - declara con una confianza que descoloca al monarca.

Edward estalla en una carcajada, incrédulo ante la osadía de su hermano.

Te equivocas si piensas que concederé tal petición. Aristella me pertenece, y su destino es inalterable: proteger a mi hija.

La risa ahora pertenece a Sandiel, quien permanece impasible, su camisa blanca ligeramente abierta revelando el colgante lunar que siempre porta. Al vislumbrar el amuleto, Edward siente cómo la ira se apodera de él, sus ojos se estrechan, fijos en el hombre que osa desafiarle.

Querido hermano, ¿desde cuándo necesito tu permiso? No he venido a pedir, sino a informar. Aristella seguirá siendo la guardiana de tu hija, pero su lealtad ahora me pertenece.

El rey, incapaz de apartar la vista del colgante plateado con su estrella solitaria, permanece inmóvil hasta que Sandiel toma el amuleto entre sus dedos. Sus miradas se cruzan, cargadas de amenazas veladas. Edward, finalmente, se levanta, enfrentando a su hermano con una postura desafiante.

Ya te he dicho que me opongo. ¿Es que no respetas la autoridad de tu rey? Además, ¿qué interés tienes en ella? No me dirás que le has tomado cariño.

Sandiel se endereza, su mano se desliza hacia el bolsillo de su pantalón negro.

No reconozco a ningún rey. Te lo diré una última vez: la custodia de Aristella ahora es mía.

Un tenso silencio se cierne sobre los hermanos, sus miradas chocan con la fuerza de dos tormentas. Edward retrocede cuando, de repente, todos los cajones y armarios se abren con violencia, desafiando cerraduras y llaves. Los libros caen de las estanterías y un mueble amenaza con derrumbarse. El rey grita:

¡Basta ya, Sandiel!

Pero Sandiel, con un brillo azulado emanando de sus ojos, ríe con desdén, sin intención de detenerse. El mueble se inclina peligrosamente mientras Edward extrae un documento arrugado de un cajón.

—¡Tómala! La custodia es tuya.

Con un movimiento cargado de exasperación, Edward lanza el documento hacia Sandiel, como si las palabras impresas en él le causaran un ardor insoportable. El hombre de oscuros cabellos lo recoge con presteza, examinando cada línea para asegurarse de que es, efectivamente, la custodia de la niña que tanto le ha obsesionado. Tras verificarlo, dirige una mirada intensa a su hermano y ejecuta una reverencia, su mirada nunca desviándose del rostro del rey.

Ha sido un auténtico placer negociar con su alteza - pronuncia con una ironía que corta el aire.

El rey, consumido por la irritación, no emite sonido alguno, solo observa cómo su hermano se retira del despacho. Su atención se desplaza hacia el mueble inestable, y suelta un suspiro de alivio al ver que aún no se ha desplomado. Sería catastrófico si se rompiera, tanto por los secretos que guarda como por la labor de recoger los escombros. Pero en el instante en que Edward se sienta, dejando caer el peso de su cuerpo sobre la silla, el mueble se viene abajo con un estruendo ensordecedor. La risa distante de Sandiel se escucha burlona.

¡Sandiel Aberdeen! - exclama Edward, su voz teñida de furia. La guardia y los sirvientes irrumpen en la estancia, alarmados por el ruido, pero de Sandiel no hay ni rastro; ya ha partido en busca de la joven que ahora está bajo su tutela.

El despacho, ahora en un estado de caos, parece retener el eco de la risa de Sandiel mientras Edward se levanta con furia contenida. El mueble, que ha cedido ante la gravedad, yace en el suelo, sus secretos momentáneamente a salvo. El rey, sin embargo, no puede permitirse la distracción. La custodia de Aristella ha cambiado de manos, y con ella, el destino de la joven soldado.

Edward se apresura a salir del despacho, seguido de cerca por su escolta. Las antorchas a lo largo del pasillo parpadean, proyectando sombras inquietantes sobre las paredes. Sandiel ya ha partido en busca de Aristella, y el rey sabe que su hermano no se detendrá ante nada para cumplir su objetivo. La tensión en el castillo es palpable, como si el aire mismo estuviera cargado de electricidad.




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