Aressea

En la torre de sombras

                                         Aristella.

 

Penetro en la estancia, y ahí yace él, invariablemente desplomado, mirando al techo. Con un susurro de la puerta al cerrarse, me deslizo hacia mi esquina habitual, dejándome hundir en el mar de mis reflexiones, evitando cualquier gesto abrupto que pudiera despertar a las cicatrices dormidas. El contacto con el suelo helado envía un escalofrío a través de mi ser, y mientras escudriño el entorno con ojos precavidos, todo parece en orden, salvo por un detalle insólito en su figura. Al fijarme, noto que viste unos pantalones distintos, idénticos en tono pero impolutos, sin rastro de desgaste. Su tono burlón interrumpe mi inspección.


 

Curioso, tu llegada no fue precedida por cortesías, pero tu escrutinio no pasa desapercibido.


 

Permanece tendido, un brazo ocultando su mirada, su voz cargada de sarcasmo suena más áspera que de costumbre.


 

—Ignoraba que aguardabas palabras de bienvenida de mi boca.


 

Articulo con voz fatigada.


 

El silencio no te sienta, charlatana. Tu aparición es tan inesperada como un eclipse. ¿Acaso ha sucedido algo?


 

La ironía de desear el silencio y ser él quien lo perturba me envuelve. Exhalo, rendida por el cansancio.


 

Parece que compartiré tu techo algunos días. Se han presentado ciertos... contratiempos.


 

El silencio se cierne por un instante, denso como la niebla.

—Hueles a sangre -dice con una calma que roza lo siniestro.

Sus palabras me vacían aún más, si cabe. Mis dedos buscan mi cabeza, encontrando el líquido carmesí que vuelve a brotar.

—Son las heridas —respondo con voz quebrada.

Él retira su brazo, girando su rostro hacia mí, sus ojos me escrutan con una mezcla de confusión y recelo.

No distingo manchas en tu ropa. ¿Es la cabeza la fuente?

Con un gesto afirmo, mostrándole la evidencia en mis dedos.

—¡Dios mío! Debes atenderte, o acabarás desangrándote aquí mismo.

—Se detendrá —aseguro, aunque sin convicción.

—He aplicado algunos ungüentos. La hemorragia cederá.

No parece que vaya a ser así, tu hedor se intensifica. No deseo ser acusado de un crimen no cometido, ni verte descomponerte en mi cuarto, sería repulsivo.

Su rostro se tuerce en una mueca de repulsión, se levanta con el peso del mundo sobre sus hombros. El sonido de las cadenas resuena, exacerbando el dolor en mi cabeza, un zumbido insoportable.

—El botiquín que trajiste la última vez está en la pared contigua, tráelo. Sanaré esa herida.

Lo observo, y luego al muro que indica, donde un ladrillo sobresale sutilmente. Me pongo en pie, arrastrando los pies con pesar.

—Si logras llegar antes de morirte, nos harás un gran favor.


 

Guardo silencio, avanzando con pasos medidos hasta el lugar indicado. Desplazo el ladrillo sin apenas esfuerzo, extrayendo una caja diminuta. Me acomodo en el suelo para inspeccionar su contenido: anestésico, aguja, algodón, vendajes, hilo, peróxido y algunas pociones de Edalia. Trato de enhebrar la aguja, pero la escasa luz del cubículo y mi visión nublada conspiran en mi contra. Un suspiro de frustración se escapa de él, y al alzar la vista, me encuentro con sus ojos impacientes.


 

—Ven aquí, yo me encargaré. No estás en condiciones de hacerlo tú misma.


 

Mi mirada es un espejo de la desconfianza que siento hacia él.


 

—¿Esperas que me acerque de nuevo? Ya intentaste asfixiarme una vez, dudo poder sobrevivir a otra.


 

Él rueda los ojos con exasperación.


 

Te lo he dicho, no deseo un cadáver descomponiéndose ante mí. Si prefieres morir, abandona la torre; si no, acércate. Te prometo que te curaré y no te haré daño. Después de todo, te debo una.


 

El dolor punzante en mi sien me impulsa a acercarme, dándole la espalda para exponer mi herida.


 

—¿Con qué te has golpeado? Esto dolerá un poco.


 

Derrama uno de los líquidos, provocando un ardor agudo en mi cabeza. Un gemido apenas audible se me escapa. Siento cómo seca el líquido, y mi visión se torna cada vez más borrosa.


 

—Creo que voy a desmayarme —murmuro.


 

—Descansa, tranquila.


 

El dolor se atenúa, y mi cuerpo, incapaz de resistir más, se desploma, anticipando el golpe del suelo. Sin embargo, lo que encuentro son brazos cálidos que me sostienen. Entreabro los ojos para ver los suyos, irradiando aquella luz dorada de antaño.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.